Capítulo XX

El resto de la cena transcurrió en relativo silencio. Leonardo realizaba uno que otro comentario espontáneo. Más acerca de los sitios turísticos o las ventajas de vivir en la ciudad. No quería indagar demasiado en la vida de él, pero parecía ser un buen guía si deseaba visitar Verona. En realidad, agradecía el gesto de querer darle un respiro a su mente con otros temas.

—Yo pago—dijo él, una vez que el mesero les llevó la cuenta—En compensación por el día que llegamos borrachos a tu casa…

—No tienes que compensarme nada—contestó el castaño—Fue su decisión.

—Para aclararlo, sólo conversamos.

Se notaba, porque conocía bastante bien la problemática.

—Ella necesitaba hablarlo, Yoh.

Asintió, comprendiendo la postura y pagando la parte correspondiente. No es como si fuera extraño, a veces también sentía que debía charlarlo con alguien. Pero ya imaginaría la cara de sus amigos cuando conocieran la temática. Palabras como: pervertido, asqueroso; cruzaban por su mente una y otra vez. Sin contar el rechazo al que se sometería si sus padres o sus abuelos se llegaran a enterar. Todo un escándalo.

Pero para ser sinceros, él también necesitaba gritarlo.

Necesitaba decirles lo que sentía.

Tal vez así dejarían de atormentarlo.

Apenas abrió la puerta del departamento, notó el desastre en la sala entre basura y botellas vacías. Las cobijas esparcidas, los cojines tirados. Ahí estaba el nido de su desventura, el lugar en el que solo llegaba a comer para volverse a dormir. Cómo si el sueño borrara sus preocupaciones. Como si no la viera incluso en sus sueños. Porque tenía grabada a la perfección esa mirada. Sus ojos implorantes, llenos de lágrimas, de…

—Basta—pronunció desganado, subiendo al otro nivel—Basta...

Dejó el saco en el barandal de madera y quitó cada cortina de baño de los marcos de las habitaciones. Los arrojó a una puerta, que asumió era como un armario general. Ni siquiera se preocupó por acomodarlo, sólo los botó como basura.

Después, exploró el terreno casi desierto. No tenía mucho dinero para los muebles, eso siempre lo previó de esa manera, que en meses terminaría de decorar la casa. Eso no era extraño, pero de algún modo, se sentía tan vacío en ese espacio tan grande.

Examinó con lentitud la recámara dónde yacían sus maletas.

Caminó hasta la más grande y abrió el cierre. Hurgó entre toda la ropa, sacó un par de prendas en el proceso, hasta que hallar la bolsa de plástico. Entonces se sentó en el piso para sacar esa tela roja, recordando su primera gira como parte de una orquesta. Más de medio año pasó fuera de casa, recorriendo varios lugares de Japón.

Tenía diecinueve años y aún podía verla, parada junto al autobús, siendo la última de su familia en despedirse, cuando ató su bandana favorita en su cuello.

Al principio se sorprendió, porque era de los pocos objetos invaluables para ella. Luego vino todo un sermón con el regalo.

—Para que no me olvides y no te pongas a perder el tiempo.

Casi sonrió, pensando que era un gesto lindo.

—Sí, Anna.

—De verdad, Yoh. No porque vivas solo, vas a tener su cuarto hecho un desastre o dejarás basura por todos lados. No quiero que seas un vago.

Ni siquiera su madre le dedicó esas palabras

—Sí, Anna.

—Yoh….—pronunció esta vez más suave—¿Vas a llamarme?

—Claro—dijo acariciando su cabello—Cómo podría olvidar a mi chica favorita.

Y cómo podría olvidar la pequeña sonrisa que le regaló antes de subir al camión. El dolor en su pecho se agudizaba con el recuerdo. ¿Cómo la borraría de su memoria? Quizá debió devolvérselo al regresar, pero nunca lo hizo y ella jamás la requirió de nuevo. Siempre pensó que era más un amuleto de la buena suerte para él, que un constante recordatorio de la limpieza en casa. Ahora quizá, irónicamente, era un poco de lo dos.

La ligera fragancia de ella seguía presente en la prenda. Nunca quiso revolverla con su ropa por ese motivo. Quería que permaneciera intacta. Tal vez por eso estaba ahí: porque sería casi lo único tangible de ella que tendría en mucho tiempo.

Se levantó decidido, dispuesto a terminar con toda esa zozobra.

Era lo mejor para todos. Fulminar de tajo cada maldito sentimiento que afloraba a la menor provocación.

Se dirigió a la cocina y localizó el horno de piedra en la esquina. Tardó varios minutos en encender las llamas, también que el fuego se alzara con mayor volumen en el fogón. ¿De verdad lo haría? Aunque eso ya no importaba, no era el momento de ponerse sentimentales.

Sacó las llaves y deslindó el colgante en forma de naranja que le regaló en su cumpleaños. Añadió la pañoleta roja y sumó uno más cuando se quitó el anillo de matrimonio de la cadena en su cuello. No creía que eso se pudiera fundir, pero valía la pena intentarlo.

Enrolló todo en la tela roja y lo arrojó al fuego sin ningún miramiento.

O eso es lo que intentó hacer, porque al momento de soltarlo, era como si su mano se negara a tal aberración. Trató de hacerlo tres veces, jamás tuvo el valor para dejarlo consumirse en las llamas.

Se volvió molesto a la barra, arrojando todas sus cosas ahí. Tocando su cara con frustración. ¿Por qué era tan débil? ¿Por qué no era como Hao? Metódico y práctico. ¿Por qué era un imbécil sentimental que se dejaba guiar por sus emociones? ¿Por qué? ¿Por qué él? ¿Y por qué ella?

¡A la mierda todo eso!

Descorchó una botella más de vino y se sentó en la sala en medio de toda esa mierda. Porque eso es lo que era: una mierda de persona. ¿O qué otra cosa podía ser si se había casado con su propia hermana? ¿Por qué no sólo la cargó y se la llevó a la fuerza? ¿Por qué fue tan poco imponente? ¡Por qué fue un estúpido!

Estaba harto de darle vueltas al asunto.

Juraba que si en algún momento de la noche, Amara entraba y le decía que si quería pasar la noche con ella, lo haría. Sin ninguna duda. Tal vez así podría ahuyentar todo el escabroso mundo que habitaba en su mente. Tal vez así vería esos ojos azules en lugar de siempre soñar con ese estúpido color ámbar.

Quizá al tocar su piel le haría olvidar cómo se sentía la de ella en sus manos. Sus gemidos en su oído. La perfecta silueta que se dibujaba con cada prenda que usaba. Y lo mucho que la deseaba.

Cerró sus ojos, tratando de tranquilizarse, por su bien, tenía que serenarse.

—Sólo tres días… en tres días te vas y no te volveré a ver.

Siguió tomando hasta terminar el resto de su cava.

Al día siguiente, el ruido de las aves lo despertó con una horrible jaqueca. Quizá también por dormir en el suelo. De inmediato buscó su teléfono. No recordaba casi nada después de abrir la segunda botella y por lo menos había tres tiradas. Se horrorizó de sólo pensar que cometió alguna estupidez en medio de su demencia emocional.

Notó que llevaba la bandana en el cuello. Y el anillo de matrimonio en su mano izquierda.

¿En qué momento de la noche se paró por todo eso? No lo sabía. Pero cuando recobró el móvil se sintió aliviado. No había llamadas ni mensajes indiscretos. Por lo menos no tenía que sufrir la vergüenza de disculparse con nadie.

Se sentó, apoyando en el filo del sillón y admiró su obra.

¿Por qué había una manzana dibujada en la pared?

Mejor no saberlo.

La sala era una vergüenza. Miró la tela roja y un pequeño susurro en su mente le dictó lo que debía hacer. En cuanto se levantó, comenzó a limpiar el desastre. Era increíble la cantidad de basura que había en un espacio tan reducido. Tardó una hora para completar la hazaña. Ya inspirado, siguió con el resto. Vislumbró el cuadro del atardecer y lo colocó en su sitio, cubriendo su obra de arte.

Dobló de nuevo la pañoleta roja, agregó su llavero en la bolsa y abrió la maleta para guardarlos en el fondo. Sólo dejó aquel anillo de oro. Éste era el que menor valor sentimental tenía para él. En realidad, no sabía qué representaba. Tal vez lo mejor sería venderlo en una casa de empeño. O dejarlo olvidado en la plaza.

Algo bueno se le ocurriría, claro, si es que podía sacarlo de su dedo.

Comenzaba a pensar que al destino le gustaba joderlo.

Era poco más de la una de la tarde, cuando bajó a prisa ya bañado, tenía bastante hambre. En dos horas habría un concierto especial en la Arena de Verona. Luego podría ir a ver El Mercader de Venecia en el teatro y quién sabe… quizá podría visitar una de las iglesias. Había escuchado que sus murales eran extraordinarios. No había prisa en realidad, tendría semanas para hacerlo, pero más le valía tener la mente ocupada en otras cosas.

Observó las cenizas en el horno a su costado. Movió reiteradas veces la cabeza, no quería sumergirse en un más de recuerdos inútiles. Estaba tan ofuscado que el huevo que sostenía en su mano se rompió y cayó en suelo.

¡Bien! No podía ser más torpe.

—Veo que apenas desayunarás, ragazzo—comentó la anciana desde la puerta.

Desearía decir que le sorprendió que su vecina entrara por la puerta del jardín, pero en realidad ya no le parecía nada raro.

—Estuve limpiando toda la mañana—dijo apenado, recogiendo su desastre—Eso me llevó tiempo.

—Puedo verlo—dijo colocando una cesta en la barra—Traje el almuerzo, sé de buena fuente que eres mal cocinero y que estás algo solo.

—Tu fuente es muy buena—dijo sereno, mientras colocaba un par de platos.

—Sí, Amara es una buena chica, la mejor de todas en realidad—dijo ella con una pícara sonrisa—Creo que auguro un futuro prometedor contigo tan cerca.

Desearía pensar lo mismo.

—Pero ella no parece interesarte de esa manera, ¿me equivoco?

¿Tan desalentado se veía?

—No lo sé—dijo sincero—Es… muy pronto para saberlo, apenas nos conocemos.

Tal vez si le daba una década. O esperaba a que cierta rubia le mandara su invitación de boda, podría volver a sentirse listo. De momento, prefirió no saberlo. Y continuaron comiendo en silencio, hasta que notó la intensa mirada sobre su mano. No era necesario saber lo qué pensaba, eso lo delataba sus ojos.

¿Esposos? ¿Mejores amigos? ¿Conocidos? ¿Hermanos? Ya no quería seguir mintiendo.

—Vamos a divorciarnos—dijo saltándose toda clase de afirmaciones—Anna y yo, nos vamos a divorciar en unas semanas.

Ella pareció procesar todo el contexto, o al menos lo poco que se entendía de él. Esperaba toda clase de recriminaciones. Desde por qué mentía a por qué no era sincero, cuando ellos le abrieron las puertas de su casa con toda confianza. Incluso esperaba una bofetada por siquiera establecer contacto con quien era su nieta favorita. Y la verdad lo merecía. Pero todo cuánto obtuvo fue un: por qué.

—¿Por qué qué? —dijo sin comprender del todo la pregunta.

—¿Por qué quieres dejarla ir?

¡Oh, dios, no de nuevo!

—No podemos estar juntos y... perdón si soy grosero. No quiero hablar de eso—respondió algo tenso—Estoy cansado de pensar en eso. Anna y yo, solo no estamos destinados a ser.

—Por el modo en que la miras, pareciera que sí.

El estómago se le estaba revolviendo por esa clase de palabras. Recordó a Mattilda diciéndole lo mismo.

—¡Pero es que no entiendo! Yo… no la miro de diferente modo a como la he mirado toda la vida —explotó sin pensarlo—¿Qué tiene de especial mi forma de mirarla? ¡No lo entiendo!

La anciana, lejos de ofenderse, le sonrió con compasión.

—Debe ser todo el amor que le proyectas—contestó afable—Jamás he visto a alguien que mire con tanto amor a una mujer.

¿Amor? No, ella debía referirse al cariño de hermanos que se tenían.

—No voy a preguntar más, porque se ve que es un tema delicado. La verdad sólo quería saber por qué no aceptaban la relación, pero entiendo por qué, si dicen que se van a separar —continuó ella—Pero en mi experiencia, esta clase de amores no se encuentran dos veces.

Suspiró cansado, no es la clase de consejos que deseaba escuchar. Prefería mil veces que lo animara a ir por su nieta.

—Pues… ojalá…. No le recomiendo a nadie esa clase de… amor—dijo con pesadez—Es mejor estar solo.

Pudo leer con tan solo una mirada un dejo de ternura en ella, como si buscara la forma de contradecirlo. Pero nada de lo que dijera, lo haría cambiar de opinión.

—Solo... dígalo, sé que quiere decirlo.

—Son tus decisiones, ragazzo. Pero ya sabes lo que dicen: lo que no es para ti, ni aunque te pongas. Y lo que es para ti, ni aunque te quites—agregó con gracia, sorprendiéndolo—Así que Romeo, mejor no te quites ese anillo.

¡En verdad! ¡En verdad! Estaba dispuesto a correr al puente y arrojarse de cabeza. Ya a estas alturas no debería importarle la caída, sino su paz mental. Constanza sonrió y no volvió a tocar el tema de nuevo. Desvió la conversación hacia otros puntos, incluso le sugirió a dónde llamar cuando necesitara alimentarse.

Sobraba decir que la comida le cayó como si hubiese tragado piedras.

Lo único que le quitó la incomodidad fue respirar aire puro. Acudió al concierto, disfrutó de la orquesta y luego se dirigió al teatro a ver la obra de Shakespeare. Era mejor no pensar en nada, distraerse con todo lo que pudiera. Iría a la plaza de Erbe, cenaría una pizza o lo que fuera. Platicaría con algunos turistas…

Y luego sintió que alguien abrazaba su pierna.

Primero se sorprendió, luego se extrañó al ver una pequeña niña de cabello castaño sostenerlo fuerte.

—¿Mamá?

Al menos hablaba inglés, lo que le facilitó un poco la comunicación.

Acarició su cabeza y le sonrió, mientras limpiaba sus lágrimas.

—¿Estás perdida? —preguntó hincándose a su altura, ella lo afirmó—¿Dónde estabas?

Ella señaló la heladería. Claro que con todo el tumulto de las personas y el festival hacía difícil vislumbrar a alguien buscándola.

—Tranquila… —dijo abrazándola—Encontraremos a tu mamá. ¿Cómo se llama?

—A...Alice.

Al menos no se llamaba como quién ya saben quién.

—De acuerdo, busquemos a tu mamá—dijo animado—Y luego vayamos por una pizza, yo invito.

La niña le sonrió y afirmó emocionada, mientras subía a sus hombros. Era pequeña, no tenía más de tres años, lo que le facilitó montarla de ese modo. Además sería más fácil visualizarla así. Tal vez debió preguntarle en qué heladería estaba, porque había bastantes en la cuadra.

Estuvieron gritando cerca de veinte minutos, cuando una mujer la señaló de entre la multitud.

—¡Anna!

Apenas se sostuvo del faro de luz por la impresión. La niña estiró sus brazos a la mujer, mientras ella la plagaba de besos una vez que la tuvo a su alcance. ¡Oh, dios! No era momento de pensar tonterías. Como bien lo dijo, miles de personas se llamaban así. Era un nombre sencillo y súper común. ¿Qué tenía de extraordinario que una pequeña tuviera? Nada.

—Gracias, señor—dijo hasta las lágrimas—Sólo me giré un segundo y ya no estaba.

Podía imaginar su angustia.

—No hay problema, yo sólo trataba de ayudar—respondió más repuesto—Yoh Asakura.

Hicieron una breve presentación y pensó marcharse, cuando la voz de la niña lo detuvo.

—¿Y la pizza?

Cierto él lo había prometido. Su madre le reprimió, pero él estaba muy dispuesto a cumplir con su palabra—pese a lo raro del momento— le aseguró que prefería la compañía a cenar solo de nuevo. Ella aceptó algo apenada, el lugar que seleccionaron no era tan caro pero sí se notaba distinción.

Resultó una cena agradable, como hace tiempo no lo sentía. Sin embargo, no pudo ignorar el sentimiento de extrañeza que le provocaba cada que la nombraban. Además del empeño que ponía la niña cada vez que la pasta se resbalaba del tenedor. Era encantador y de cierto modo nostálgico ver esa determinación.

—No está acostumbrada a los fideos largos, casi siempre los corto por ella—explicó su madre—¿Tienes hijos, Yoh?

—No…

—Pero estás casado, ¿cierto? —preguntó curiosa al ver su mano.

¿Qué podía decir? En buena hora se le ocurrió ponerse la argolla. Quizá debería dejarlo de propina antes de salir del restaurante.

—No, en realidad…. Yo… está bien, soy casado. Pero no me preguntes por mi esposa—dijo cansado—Estoy separado y no tengo hijos, ni quiero tenerlos. Y antes de que me lo preguntes, sí me gustan los niños. Pero no quiero una relación, ni pienso tener una en lo que me resta de vida.

—Wow…

Lo sabía, demasiada información innecesaria.

—No sé qué decir—dijo la mujer— ¿Te parece si pedimos el postre?

—Perfecto.

Lo que no fue perfecto fueron los tres platos de manzanas con caramelo que les llevaron. Ambas—madre e hija—disfrutaron gustosas del platillo. Él… ¿qué podía decir? No tenía la menor duda que Dios lo odiaba y lo odiaba con ganas, como para ponerle el postre favorito de ella en la mesa.

—¿No te gustan las manzanas?

—Emmmm sí…—dijo comiendo el primer trozo

¿Tendrían arsénico para acompañarlo mejor?

—Lo siento, venía en el paquete—agregó al ver su desánimo— Quizá debimos pedirlo de la carta.

Aun así, se comió hasta el último trozo con mil recuerdos persiguiéndole cada que untaba la rebanada en el caramelo. Con todo eso, se mantuvo firme, sin caer en la tentación. Acompañó a ambas hasta su casa. La pequeña Anna incluso le dio un beso en la mejilla. Su madre le pidió su número para invitarlo a comer después. Nada anormal, tal vez tendría nuevos amigos.

Todo perfecto.

Al llegar a casa subió a la recámara. Segundos después se dio la vuelta y caminó hasta el baño. No había manera en que se durmiera en la sala —no quería volverse a sumir en su miseria— y de forma extraña tampoco se sentía cómodo en la recámara principal.

Aunque si hubiese sabido que tendría recuerdos al despertar, se hubiese dormido en el jardín. No en la tina, como su primera noche. Y sin duda no con ese maldito y estúpido anillo. ¿Por qué no salía? ¿Y si se cortaba el dedo? Vaya.., ¿tanta era su desesperación? Le costaría un poco sostener el violín sin un dedo, quizá sólo estaba exagerando.

Tomó un plato y sirvió cereal con leche. No tenía ganas de cocinar y tampoco es como si tuviera más comida. No quiso comprar demasiado, porque quería preguntarle a Anna qué deseaba para….

¿Otra vez con Anna? ¿Qué no tenía otra palabra en la cabeza?

Escuchó el teléfono vibrar: otro mensaje de Hao. Deseó nunca haberlo visto , porque le indicaba la hora y fecha del vuelo. Más una pequeña misiva persuasoria.

¿Seguro que quieres dejarla sola?

¿Podría alguien culparlo por arrojar el celular?

¿Podría alguien juzgarlo por estar tan alterado?

¡Un día! ¡Un día! ¿Era mucho pedir que todos se mantuvieran al margen de toda esta problemática? ¿Que lo dejaran respirar y vivir su vida en paz? ¿Por qué querían torturarlo de esa manera?

Ni si quiera se reconocía. Él no era así, no siempre estaba tan neurótico ni tan ansioso. Ni tan paranoico. Ni tan malhumorado.

Sostuvo su rostro un momento, antes de tomar las llaves y salir de la casa. Afuera el viento estaba algo frío y por las nubes, deducía que no era tan idóneo estar fuera sin abrigo, pero ahí andaba con una camisa a medio abotonar. Curioso porque días previos el cielo estuvo despejado, aunque claro, tampoco podría decir mucho si salía casi al atardecer.

Caminó un par de horas por diversas calles. Cruzó la plaza, se dirigió a la casa de Romeo. Cientos de mensajes escritos en la pared y zonas aledañas. Parecía que todos en Verona estaban sumergidos en el amor. Sabía que era la ciudad romántica por excelencia. Shakespeare la usó como referencia en su obra más famosa, la cúspide de todas las historias románticas y trágicas. Pero por qué eso le calaba tanto ahora.

¿Sería la distancia? No era la primera vez que se separaban. Incluso vivían en diferentes casas desde antes. Esto no tendría que ser tan trágico, sólo algo normal, transitorio.

—Es al separarse cuando se siente y se comprende la fuerza con la que se ama—escuchó una voz masculina detrás.

Giró a verlo, desconcertado.

—Un fragmento de Romeo y Julieta—añadió con una pequeña sonrisa, tendiéndole un papel—Presentaremos la obra esta tarde, junta a la plaza Erbe, espero que nos pueda acompañar.

Asintió, observando cómo el hombre seguía caminando por la calle casi vacía. Sin embargo, algo en sus palabras se impregnó en él. No quería entrar en delirios de persecución. Aquello sólo era una coincidencia, nada más. No tenía por qué significar algo.

Suspiró admirando la fachada antes de continuar su camino.

Parecía que toda la gente estaba reunida en otras actividades. Porque había pequeños lugares donde se miraban llenos de vida y energía, posiblemente la que le faltaba a él.

Se recargó en el muro de piedra a observar los danzantes, cuando un niño se acercó a él, jalando su camisa. Una vez que logró llamar su atención le entregó un papel y señaló a un anciano sentado en una de las fachadas de los edificios. Él tenía una caja y un letrero en su regazo.

—¿Un euro, un pensamiento? —alcanzó a leer.

Entonces buscó en su bolsillo una moneda, pero el niño paró en abrupto sus acciones.

—No, va bene—negó el niño—Dice che è gratuito, che hai bisogno di un pensiero.

¿Que él necesitaba un pensamiento? ¿Por qué lo diría? Abrió el papel, esperaba algo como buen día o que su suerte cambiaría, como en las galletas chinas. Lo que estaba plasmado ahí lo dejó petrificado. Su corazón palpitó fuerte con cada letra. Él anciano sólo le sonrió, como si eso contestara todas las preguntas que se había formulado en ese instante.

De acuerdo, eso no significaba nada.

Se acercó al anciano e intentó devolver el papel, pero declinó cada una de sus acciones. Era curioso porque de otras personas sí recibía el dinero. ¿Qué tenía él de especial? Por más que trató de verlo de forma impersonal era difícil. Decidió olvidarlo y seguir su andanza.

Llegó hasta la Plaza de Erbe, estaban montando un pequeño escenario frente a la fuente, Colocaron algunas bancas y sillas. Se veía que algunos locatarios eran parte de la puesta en escena, ya que cedieron parte de su espacio.

Saludó a lo lejos al señor que lo encontró en la casa de Romeo y tomó asiento en la fila trasera de las gradas de madera. Pensó que era el mejor lugar porque estaban escalonados, mientras las otras diez filas eran sillas normales, al menos tendría mejor perspectiva.

La gente comenzó a llegar, de a poco eso comenzó a tomar forma. Se notaba en el ánimo de la gente, que era una propuesta muy esperada. Y él pudo sentir ese sentimiento como propio. Así que se levantó y caminó hasta el escenario. Se presentó en forma con el organizador y le propuso tocar una melodía en la apertura.

Sobró decir que la compañía estaba encantada por la disposición. Así que le consiguieron un violín. Escuchó tras las cortinas la presentación de la obra. Su maestro siempre le dijo que A time for us era una de las melodías que tocaba con mayor destreza. Pero también era una de las que mayor tristeza le transmitía.

El director le indicó que era buen momento.

Así salió al escenario y se colocó a un costado, comenzando a tocar la pieza. Mientras algunos personajes en escena salían. Cerró los ojos, tratando de soltar ese sentimiento que llevaba días acumulado en él. Respiró hondo, dejándose seducir por los acordes. Jamás sonó tan depresivo, pudo notarlo en el ambiente general, que de la nada se centró en él.

Quizá eso no fue buena idea.

¿Sería porque Julieta y Romeo también estaban destinados a no ser?

O porque de la nada, también se sentía en una historia trágica.

Escuchó una lluvia de aplausos al término de la canción y se inclinó avergonzado. No era esa su intención, más bien, quería ser acompañamiento y no parte del espectáculo central. Sin embargo, notó en los rostros de las personas la empatía hacia su música.

Apretó sus labios, tratando de serenarse, recorrió una vez más la multitud que se aglutinó y luego la vio. Sentada en la última fila, observándolo con fijeza. Pensó que estaba delirando, que después de tanto estrés comenzaba a ver cosas que no eran.

Bajó del escenario y buscó un lugar cerca de dónde estaba. Las personas al reconocerlo le abrieron espacio y pudo sentarse en la esquina de la última banca. Sus nervios lo estaban traicionado— o quizá era su subconciente— pero tenía miedo de girar su rostro y encontrar una persona diferente en el asiento al otro extremo.

Miró de reojo una vez más, seguía ahí, contemplando la puesta en escena. Su estómago se agitó al verla, ataviada en un vestido rosa claro. Con el cabello largo cayendo a su costado y esa seria expresión en su rostro. Sintió de repente cómo sus ojos giraban a su dirección y él volvió la vista al escenario.

Por un momento se sintió estúpido.

¡Es el oriente y Julieta es el sol! ¡Es ella en la ventana! ¡Es la que amo! ¡Oh cuánto diese porque lo supiese! Habla, aunque nada dice, no me importa, me hablan sus ojos.

Bajó su mirada, sintiéndose objeto de su escrutinio. Segundos después se atrevió a buscarla de nuevo. Ella veía la obra de vuelta, apoyando su cabeza en su mano.

¡Ved como su mejilla está en su mano! ¡Ay, si yo fuera ese guante y pudiera tocar esa mejilla!

Se sonrojó en un vano intento por poner atención. Pero ellos dictaban todo de un modo tan enérgico y tan pasional, que era difícil no sentirlo. De repente la pareja a su lado se paró y bajó por la pequeña escalinata. Las personas un costado le pidieron que se recorriera. Y así lo hizo, sobraba decir que no medía diez metros la banca.

Con las alas de este amor, traspasé los muros. Al amor no hay obstáculo de piedra, y lo que puede amor, amor lo intenta. No me detendrán tus parientes.

Notó con sorpresa que tres personas más se levantaron. ¿Qué diablos le pasaba a gente? ¡La representación era buena! Sintió como lo empujaron para hacer espacio. A estas alturas, sólo había un individuo de distancia entre ambos.

Si ellos te ven te matarán.

Ella sintió el movimiento y giró a verlo al tiempo que su vista se perdía en ella.

Ay, en tus ojos veo más peligro que en veinte espadas juntas. Si me miras con dulzura venceré el odio.

Su respiración comenzó a acelerarse. Sus manos le temblaban y no estaba seguro de qué decir, sólo sabía una cosa: estaba totalmente embobado en su mirada.

¿Quién dirigió tus pasos a este sitio?

—El amor—dijo sin pensarlo.

Notó en ella un pequeño sonrojo.

El amor, que me hizo averiguarlo, me dio consejos. Yo le di mis ojos.

Entonces sonrió al escuchar el resto del fragmento, contemplando su semblante serio, porque sabía que era parte de la obra. ¿Pero lo era?

Aunque no soy piloto, si estuvieras tan lejana a mí como las playas del mar más lejano, te encontraría…navegando hasta hallar ese tesoro.

Jamás creyó en coincidencias. No era como las series de televisión o las novelas de la tarde. En la vida real no pasaban esas cosas. Las cosas eran o no eran. Sucedían porque uno las quería. No porque alguien arriba o un ente llamado destino así lo quisiera.

Pero… verla ahí, con su vista en él. Hacía temblar hasta los cimientos más firmes. Y el eco de su decisión caló en su interior, como el recordatorio más fiel de lo que debía hacer: dejarla ir.

Ésa fue su decisión y debía honrarla. Aunque ignorarla significara una tortura en sí. Desvió su mirada y centró su atención en el escenario: la despedida de Romeo a Julieta. Como la que él debía hacer con Anna.

No era nada fácil, menos cuando escuchaba su respiración acelerarse también. Aun cuando el hombre entre ellos también se levantó y los demás le volvieron a recorrer, dejó el espacio necesario entre los dos. No obstante sus dedos alcanzaron a rozar los suyos, provocándole un ligero estremecimiento.

Más no dejó que el resto de los individuos cerrara por completo la distancia. Pese a que sintió un leve empujón, aguantó sin titubear. Estaba a centímetros de él. No necesitaba dormirse para tenerla, estaba aquí y no podía tocarla. No importaba cuánto anhelaba hacerlo, no quería lastimarla más con sus estupideces.

Suspiró, al sentir sus dedos retirarse.

Nadie podría imaginar el dolor que una simple acción le causaría. Algo tan pequeño como eso no debería lastimarlo, pero lo hacía.

Su labio tembló y volvió a mirarla. Quizá su expresión fue desoladora porque, aunque retiró su mano, no giró a verlo con esos ojos impasibles y ese rostro casi neutral. Aquella vista que le ofrecía era la de la chica temerosa y vulnerable, que sufría tanto o más que él.

—Yoh…

Sonrió con tristeza al pensar que quizá sería la última vez que la escucharía.

¿Podría vivir feliz sin ver ese peculiar color de ojos? Fuertes e imponentes, pero que exudaban fragilidad y vulnerabilidad al mismo tiempo. La respuesta fue un contundente no. Aun así, no dejó que nadie lo empujara a ella, él solo redujo el espacio, quería sentir su aliento, la dulce fragancia de su cabello.

—Anna…—pronunció suave.

—Está lloviendo—dijo en un tono apenas audible.

No entendía a lo que se refería, hasta que sintió una gota caer en su nariz, llamando su atención al cielo. Una más descendió a su rostro, tras unos segundos, fueron decenas. No fue el único en notarlo, porque pronto se dejaron sentir centenares de ellas y de gran tamaño. Muchas personas a su alrededor se alteraron por la inesperada tempestad.

Cerró los ojos, sintiendo cómo el agua mojaba su cabello. Y sonrió, pese a que sintió cómo Anna se levantaba de su asiento para descender de las gradas también.

Y no la culpaba para nada. No era una lluvia fina.

Sin embargo, permaneció ahí unos segundos más riéndose de forma escandalosa hasta que sus lágrimas comenzaron a salir. Por dios, cualquiera lo catalogaría de loco, porque lo estaba. Sacó de su bolsillo el pensamiento y tomó el suficiente impulso para bajar corriendo las gradas. Si se tropezaba eso no importaba, sólo lo haría ver aún más estúpido, pero irónico.

Corrió, buscando entre los rostros de las personas que se cubrían en los locales aledaños. Y gritó su nombre, en medio de su total desesperación. Nadie respondió y se sintió decepcionado, no podía haberse ido tan rápido. No así, no cuando tenía todo ese mar de sentimientos tan a flor de piel.

—¡Anna! —gritó corriendo hacia las calles aledañas.

Entonces ocurrió lo inevitable y tropezó con una piedra. Como si no supiera que algunas calles aun tenían esa corteza tan superficial. ¿Pero eso le impidió seguir llamándola? No.

—¡Anna! —exclamó a viva voz, mientras se sentaba en el pavimento.

¡Cómo fue tan tonto para perderla de vista! No importaba si se acababa su voz. Gritó una vez más, lo hizo dos veces continuas, hasta que…

—¡Deja de gritarme!—irrumpió molesta, saliendo de un callejón.

Caminaba, abrazándose, tratando de cubrirse porque la tela del vestido se apegaba a ella como una segunda piel. Comprendió al instante por qué no la localizó en la cercanía y la razón para ocultarse en ese lugar, ya que su atuendo llamaba bastante la atención.

Se sonrojó con la vista, pero también se levantó apresurado y terminó de quitarse la camisa. No le importó quedarse a medio vestir. En realidad ya no le interesaba nada.

—¡Qué haces! —dijo ella, cuando él colocó la prenda en sus hombros.

Estaba empapada, al igual que su ropa—quizá mucho más—pero al menos no era tan transparente como lo que ella llevaba puesto.

—Sólo… sólo trato de cubrirte—contestó con una pequeña sonrisa.

El agua caía con menor afluencia en ese lugar por los tejados, aun así, sentía todavía algunas gotas mojar su torso desnudo. Ambos se miraron, agitados, con las mejillas al rojo vivo, pero con la misma fijeza.

—¿Qué quieres?

—Hablar.

—Ya lo has dicho todo—dijo dándose la vuelta—No es necesario que digas más, sé lo que querías decir allá. Así que no te molestes.

Caminó detrás de ella y la tomó de la mano. Anna no esperaba esa reacción, así como él, no vio venir la bofetada que le soltó.

—Basta, Yoh, déjame en paz—dijo con dureza mientras golpeaba su pecho—¡Un día, Yoh! Qué te costaba déjame un día más y te juro que nunca volverás a verme.

—Anna…—pronunció sorprendido.

—¡No! —exclamó contundente, empujándolo a la pared, señalándolo—¡Siempre dices que lo sientes! ¡Pues no lo sientas! ¡No quiero tus disculpas! ¡Ni tus estúpidos sermones diciéndome que arregláremos las cosas! ¡No quiero arreglar nada!

Entonces notó sus lágrimas también acumularse en sus ojos.

—Todo lo que has hecho desde que me desperté ese día en las Vegas es decir que lo lamentas y que desearías que las cosas fueran diferentes. ¡Pero ya no lo son! ¡Esta es la realidad: nos casamos, somos hermanos y….!

—Los dos estamos dañados de la mente—completó serio, ante su sorpresa—Lo sé. Eres mi hermana, me casé contigo y sé que debí cargarte ese día en el casino y arrastrarte conmigo al hotel.

Ella dio un paso atrás.

Él dejó de recargarse en la pared.

—¿Aunque quieres que te diga la verdad? Sería el mismo idiota que ves ahora—siguió firme—Porque no te garantizo que aún sobrio, te hubiese rechazado.

Ella parpadeó confundida, mientras él avanzaba hacia ella.

—Pero toda tú…desde que tengo memoria, siempre has sido la chica más cambiante que he conocido. La más huraña—continuó hasta que su espalda tocó pared—La más celosa.

Anna respiraba agitada, mirándole expectante, cuando sus manos se posaron a cada lado, encerrándola.

—La más odiosa—dijo ella.

—Todo un dolor de cabeza—concordó él—Y aun así, prefiero que me golpees a que otra mujer me bese. Y no, no me acosté con la griega—dijo al ver su expresión dura— Me gustaría culpar a Horo Horo o al cantinero. O al que vende la droga. O al Elvis que nos casó.

—¿Cómo sabes que nos casó un Elvis?

—¿No son así todas las bodas en las Vegas? —preguntó extrañado.

Ninguno supo qué responder.

—Pero… nadie tuvo la culpa lo que pasó después—siguió seguro—Me he acostado con varias chicas. Sí, algunas muy bonitas—confesó sin un ápice de miedo, aun cuando ella le veía con odio.

—Idiota.

—Sí, lo soy, totalmente—admitió inclinando su cabeza a ella— Podría acostarme con media Italia. Incluso con la hermosa nieta de mi vecina—dijo sin pena, ganándose una mirada aun peor—Pero a la única que tengo en mi cabeza es a ti.

Entonces las lágrimas comenzaron a brotar de nuevo y no era el único en esa postura.

—Se te pasará—pronunció ella.

—No—negó tomando su mejilla—Creo que el único modo en que se me pasará será tomar arsénico.

—Y yo tendría que hacerlo después

Como Romeo y Julieta. Qué cosa más ilógica. ¿Pero algo la tenía en todo eso? Sonrieron con tristeza, apoyando su frente una con la otra.

—Anna…estoy cansado de ir contracorriente. Ya no lucharé contra lo que siento—murmuró con esfuerzo—Si quieres detenerme, hazlo ahora. Pégame, patéame, corre de mí—añadió, sujetando su mano para chocarla con su piel al desnudo, separándose un poco—Aléjame, porque si no lo haces, no voy a detenerme.

Tardó unos segundos en reaccionar. Luego sintió la bofetada en su mejilla. De inmediato sintió la siguiente, cuando una lluvia de ellas lo atacaron sin piedad con toda la ferocidad que ella representaba. Sabía que seguiría eternamente si pudiera, así que—ya molesto— y con los nervios de punta la detuvo. No le importó tomar ambas muñecas para estrellarla contra la pared.

Le faltó delicadeza, ante su quejido de dolor. Y esa mirada atroz que en cualquier ocasión le hubiese hecho mojar sus pantalones. Hoy no. Pese a que sus ojos estaban cristalinos y temblaba por la furia contenida. Justo como él.

—No es suficiente—dijo provocándola.

Soltó sus manos, permitiéndole golpearlo una vez más en su pecho. Pero a cada puño, el siguiente fue perdiendo fuerza. Hasta que el último acarició su piel. ¿Si le dolía? Por supuesto que lo hacía. Pero era nada, comparado a lo mucho que le pesaba toda esta problemática.

Respiraban agitados, con las gotas de lluvia mojándolos, aún así ninguno se alejó. Ella elevó su rostro hacia él, con un torrente de lágrimas brotando en aquellos ojos que lo molestaban cada noche.

—¡Dijiste que no correrías hacia mí!—replicó molesta—¡Dijiste que seríamos solo hermanos!

—Sí...—dijo quedo, sintiendo cómo ella volvía a cerrar su mano, para luego soltarla.

—Dijiste que nunca pasaría—añadió en un tono más triste.

—Lo sé…—dijo tomando su mejilla con firmeza, limpiando sus lágrimas—Sé que dije todo eso y lo dije en serio.

Ella lo observó confundida, preguntando la razón. Y para ser sincero, tenía miles de ellas. Las extrañas coincidencias, la forma en que todos conjuraban que luchara por lo que sentía, que no se rindiera. Hubiera aguantado todas y cada una, pese a lo racionales que sonaban. Pero...

—Pero el destino no se elige—susurró suave, sellando sus labios con los suyos.

Continuará…


N/a: ¡Saludos! No ha sido un largo tiempo, aun así dije que no tardaría tanto. Es el capítulo más largo que he escrito para este fic, así que trataré de ser breve. Siento hacerlos sufrir, pero como todo, era necesario llegar a este punto desesperante para Yoh para que tomara una decisión. Me agrada leerlos, siempre es bastante divertido conocer los diversos puntos de vista. Escribí este capítulo con libro en mano, así que la cursiva eran diálogos de Romeo y Julieta.

Agradecimientos especiales: Angékila, Hiki, Tuinevitableanto, Hikari H, Muyr, Saralour-Tita, Laquenoselosabia, anneyk, Zria.

Gracias a todos y nos leemos pronto.

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