Digimon no me pertenece.
De luces apagadas
Pero es la luz de las estrellas apagadas
la que proyecta la sombra
que amo.
-Henrik Nordbrandt-
Sabes, Takeru, un día me ocurrió algo fantástico; conocí a tu Hikari. No se trataba de alguien parecido a ella. Era ella. Sé que no me vas a creer, que es descabellado, imposible …, era imposible, pero te digo una verdad que a mí también me costó equilibrar cuando su peso cayó en mi mente. La conocí. Y es tan extraordinaria como me dijiste.
Me enamoré de ella.
Nunca lo supo, claro. El tiempo que compartimos fue reducido, casi como si una fuerza nos hubiese juntado, con el único propósito de poder saludarnos y luego nos alejase, con la misma fuerza. Además, muy adentro, sabía que no me correspondía declararle mi amor, ¿por qué? No es que haya sido cobarde, eso quiero creer. A ver, ¿cómo lo explicarías tú?
¡Lo tengo! Sentía que ambos caminábamos en una dirección contraria, pese a que estuviéramos en el mismo lugar. También tengo la seguridad de que esta historia te pertenece más a ti que a mí, por eso te la contaré hasta el final (el final te gustará).
Takeru dejó reposando la carta sobre la almohada, necesitaba poner en pausa su ritmo de lectura, su respiración, su incredulidad. No era que no creyese, era un problema sucintamente suyo, el querer tener siempre entre las manos algo tangible a lo que sostenerse. Kouichi se lo había dado a entender una vez, no mucho después de que se conocieron.
—A veces las cosas se sostienen solas en el aire, sin ninguna explicación. Con hilos transparentes.
Takeru le sonrió al recuerdo, prematuro aún en su mente. Sabía perfectamente lo que Kouichi había querido decirle «eres un escritor, ¿es siquiera posible que para algunas cosas seas tan cerril?».
Abrió la ventana, por donde los hálitos frescos de la primavera se colaron de inmediato. Escuchó también algunos cantos de la noche antes de que retomara la carta donde la había dejado. Aquel final prometido le hacía cosquillas a su curiosidad.
. . .
Para Kouichi comenzó en un día deprimente, de esos que se derraman como miasma y manchan semanas enteras, llegando incluso hasta los meses.
Esa mañana había recibido una reprimenda de su jefe por dormir en horas laborales, de nuevo. Cuando era recién llegado a la empresa, se amodorraba casi sin darse cuenta frente a su escritorio, mecido por el tipeo que le llegaba desde los otros cubículos y a consecuencia de las horas de sueño no cubiertas durante la noche. En ese entonces aquel dulce sueño de convertirse, algún día, en un pintor prolijo, con la suficiencia para sostener su vida a partir de ello, continuaba brillando en su corazón con pasión juvenil, inocente. Por eso pintaba todas las tardes después del trabajo, perfeccionando líneas, sombras, siluetas… Pronto se dio cuenta de que al sueño le sobraban alas. Estaba demasiado lejos.
Pero el día anterior al día deprimente, después de conversar con su hermano y hablar con Takeru, de la nada le habían entrado unas ganas enormes de volver a tomar un pincel entre sus dedos y mancharse la imaginación y a un lienzo en el proceso. Por todo su cuerpo volvieron a funcionar los filamentos de la ilusión, del sueño que seguía allí, imberbe, esperando en el fondo de sus ojos. Había pintado hasta que el sol dibujó una delgada luz ambarina sobre sus acuarelas.
Así que no podía alegar siquiera que el regaño era injustificado, sin que dejara de sentirse mal. Comenzaba a decirse que muy a pesar de lo que había experimentado al volver a pintar, había sido el último día que lo hacía para seguir adelante con la vida que ahora llevaba, aunque a la sazón no le causara ninguna alegría despedirse de algo tan precioso.
—Kimura-san. —Un golpecito en el hombro le arrebató sus letargos. En automático una sonrisa estaba cubriendo su semblante—. El jefe te busca, está en la oficina de arriba.
Kouichi agradeció a su compañera con un asentimiento.
El departamento de edición era un lugar que no le gustaba visitar. Desde su punto de vista, obligado a hacerse de un juicio concreto sobre cosas que le resultaban atractivas o aberrantes si entraban en su campo de visión, este era un espacio demasiado abierto en el que entraba muy poco la luz natural. El número de lámparas, que permanecían encendidas todo el día, apoyaban su opinión.
—Tienes una cita con un cliente, asegúrate de persuadirlo —ordenó su jefe, que nunca perdía un segundo.
Sabía que le estaba dando un voto de confianza, un tratado de paz hacia su desliz. Se marchó del edifico cargando una pequeña chispa de energía.
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Un acuario, sin duda, no era el lugar más solicitado para reunirse con un cliente. Pero esas habían sido parte de las instrucciones al recibir el encargo. Debía estar presente a las seis en punto, en el túnel de mantarrayas (1).
Los megáfonos anunciaron la hora: a las siete y media darían un espectáculo en la piscina. Kouichi no se apresuró, siguió allí de pie, debajo de esas ondas azules bailando en el piso. De un momento a otro, encontrar a la persona que tenía que encontrar dejó de ser urgente. Recorrió otras zonas con su mirada pasiva, como si estuviera al borde de un sueño pintoresco y a la vez nostálgico. Salió del acuario diez minutos antes de que cerraran, con las manos vacías y el alma menos pesada —al menos hasta que remitiera cuentas en el trabajo—.
A Kimura Kouichi le disgusta que no lo encuentren si alguien lo busca, aún si eso significa que sea él quien tenga que esperar.
. . .
Su jefe no le reprochó nada al día siguiente, como esperaba. Se limitó a darle una mirada condescendiente, de arriba abajo, declarando que la culpa no había sido suya.
De regreso a su escritorio, se encontró con un peculiar mensaje en la bandeja de su correo.
«No pude asistir a la reunión, un problema inesperado en el trabajo… ¿Podría estar mañana en el mismo lugar y misma hora?».
Se fijó en un detalle; el mensaje había sido enviado cerca de las diez de la noche, cuando él se encontraba de regreso a casa en el metro. Apoyó el rostro entre sus manos, pensando si sería buena idea ir o no de nuevo. Pasado el mediodía, tomó la decisión de cambiar el lugar del encuentro. El acuario no tenía nada de malo, pero había que cruzar un buen tramo para llegar y luego volver.
Respondió al correo, alejando constantemente el mechón rebelde de su frente. Quizá debía cortarse el cabello pronto, como su hermano le había sugerido medio en broma.
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Llegó con anticipación al restaurante de comida rápida, llevando consigo su laptop para adelantar algo de trabajo. El departamento de arte contaba con poco tiempo de vida, y se podía decir que aún estaba en periodo de prueba. Era el departamento más pequeño y singular de todos. Ahí se dedicaban a contribuir con ingeniosos diseños que exploraran nuevas facetas al núcleo de la empresa; la arquitectura. Eso, en teoría, correspondía a su trabajo pero pocas veces lo sacaban adelante. En su mayoría, las tareas se reducían al diseño de panfletos, carteles e incluso tarjetas de regalo.
Kouichi tenía la certeza de que habría podido amar su lugar en la compañía que le permitía andar con libertad por las calles de Tokio, de no ser porque su mente estaba ocupada, con antelación, por otros curiosos caminos.
La puerta se abrió, era uno de esos locales que no tenían puertas automáticas, levantó un ruido fugaz y algunas personas alzaron la vista en acto reflejo. Kouichi también lo hizo, con la diferencia de que él se quedó con la mirada clavada en la muchacha aparecida en la entrada; vestía colores suaves en un día frío.
—Hola, ¿tú eres Kimura? —preguntó alzando un poco las cejas—. El mensaje decía que te reconocería porque traerías…
Su rostro lucía contrariado, como si de un segundo a otro le costara completar la frase. Kouichi se irguió en la silla, apresurándose para convidarla a sentarse.
—Sí, mi nombre es Kimura Kouichi, trabajo para la compañía S, ¿tú eres mi cliente perdido? —sondeó con gentileza, sin el menor signo de escarnio engrosando su voz.
—Correcto. Yagami Hikari, la persona que te dejó esperando ayer.
Yagami… El nombre hizo eco entre sus recuerdos, una campanilla timbrando a lo lejos.
—No esperé mucho —mintió— y pude conocer por primera vez el Aqua Park, te lo debo a ti.
Le estaba costando parecer profesional, había algo en ella que removía toda la frialdad de un primer encuentro, sin que pudiera decir en concreto qué parte de ella lo hacía sentirse de tal modo. Arrugó la frente por un intervalo imperceptible.
—Es bueno saber que no perdiste el día por mi culpa, Kimura-san. No estoy en la posición de excusarme y con todo, creo que te lo debo. Trabajo en el Museo Nacional de Arte Moderno (2), recién ayer nos llegaron algunas obras desde Kioto, de una pequeña casa museo que no podía albergarlas. Me sentí fatal porque no tenía forma de avisarte, demasiado tarde se me ocurrió telefonear al número de la empresa para pedir tu contacto. Me respondió una chica, ¿Orimoto? Gracias a ella te pude mandar ese correo.
Una estampa con los ojos de Izumi, quisquillosos y verdes, se le apareció. Ella —que en realidad no trabajaba ahí, pero aparecía cada tanto para llevar proyectos de una empresa afiliada, más grande y diversa. De vez en cuando se tomaba algunas excesivas libertades— era la antigua compañera de instituto de su hermano Kouji. Kouichi la conoció por él, naciendo a partir de entonces una llamativa amistad.
—¿El MOTAM? —Fue lo que pudo formular al terminar de escuchar.
Hikari asintió desde sus ojos ligeramente cerrados al sonreír.
—Eso nos lleva a la razón por la que necesito tu ayuda.
—Escuché que el museo estará abriendo nuevas exposiciones, ¿es eso?
—En parte. —Sonrió ligeramente, sus pestañas se cerraron una vez más—. El director del museo quiere propaganda a lo grande, quedó un poco trastocado desde que vio unos panfletos anunciando un concierto, dijo que el diseño era demasiado elegante a comparación de los nuestros. Entonces llegó a nuestros oídos el nombre de la empresa S.
—Supongo que no estará satisfecho con unos bonitos folletos, ¿me equivoco? Tengo algunas ideas sobre lo que podemos hacer, pero necesito saber de qué serán las exposiciones para tener una visión amplia.
—Ese es el problema —Kouichi dejó de anotar en la laptop, interesado—, ni nosotros sabemos lo que se hará.
—¿Cómo?
—Invitaremos a artistas de todo el país, les daremos cobertura a cambio de que traigan algo fresco. Muy pocas personas van a estar al tanto de sus planes, yo no me puedo contar entre ellas y el director no quiere saber nada. Así me mandó a cerrar un negocio, qué locura.
Definitivamente sonaba a locura. A riesgo. Su corazón palpitó una milésima de segundo más rápido.
—Haré lo que esté en mis manos para cumplir con las expectativas.
. . .
Conocer a Hikari había agregado a su vida matices inesperados. Con la partida de Takeru a tierras francesas, era inevitable que su rutina se volviera un poco solitaria y gris. Después de todo, Takeru se encontraba lejos, luchando con todas sus fuerzas para alcanzar su sueño; mientras él estaba ahí, a punto de claudicar.
No obstante, las palabras de Hikari le habían traído, con olas de ilusión temeraria, una oportunidad casi colgada entre sus dedos. Él estaba dispuesto a todo en esos momentos.
—Todo o nada, creo que haría lo mismo —aportó un chico robusto, de cabello corto y sonrisa fuerte. Sorbía ruidosamente los fideos de su plato.
—¡Qué dices, Junpei! —Asestó un golpe en el hombro del chico—. Estás poniendo en juego muchas cosas, Kouichi, tienes que estar muy, muy, muy, muy seguro, ¿lo estás? Dime que sí, o que no. Mejor dime que no.
—Lo estoy.
—Pero estamos hablando de tu trabajo y…
—Ya córtala, Izumi —protestó Junpei, la chica le lanzó un mohín—. Kouichi ya te dijo que está seguro, y si todo llegara a salir mal, tú puedes volver a introducirlo en la empresa.
—No juegues con eso, Shibayama. —Ató su cabello rubio en una coleta alta, volvió a dirigirse a Kouichi—: Seguro Takuya te diría lo mismo que Junpei —concluyó con un suspiro.
—Apuesto que sí.
—Eso espero, no le cuento nada todavía. Ni a mi hermano.
Izumi sintió ráfagas de aire frío recorriendo su espalda.
—Pensé que sabía todo, le dije dónde estaríamos hoy.
—Es Kouji, no creo que aparezca —dijo Junpei, confiado.
—¡Hermano! —gritó Kouichi, mitad alegre, mitad aterrado. El diminuto local de ramen ya aparecía lleno bajo la luz de la luna.
—¿Estaban hablando de mí?
Junpei rompió en carcajadas. Izumi lo miró divertida.
—Tonterías, hombre, ven a sentarte.
Y eso fue todo por esa noche, transcurrida con algo de sake, charlas irrisorias y un Kouichi que terminaría contándole todo a su gemelo, motivado por la bebida.
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Hikari no aguantó la risa prorrumpiendo al fondo de su estómago. Por alguna razón, imaginar a Kouichi ebrio era más gracioso de lo pensado. El invierno había pasado hace ya dos meses, la primavera vestía ahora los paisajes con frondosos verdes y vientos tibios. Abril corría contando los días en el calendario, repleto de promesas tímidas.
—¿Y? ¿De qué será tu exposición?
Por el parque rondaban un buen número de personas, todas encerradas en sus propias conversaciones.
No supieron en qué momento encontrarse se tornó habitual. Kouichi había renunciado a su empresa justo después de tener el trabajo hecho para Hikari, a tal ritmo frenético avanzaba su creatividad y su cuerpo.
—Ni siquiera sé si me van a elegir para presentarla.
—Si lo dudas, tus probabilidades disminuyen.
Aquello asemejó a un sortilegio. Kouichi lo tomó por cierto y no replicó.
—A ti te gusta la fotografía, Hikari, se me ocurría, si no te enfada… Que trabajes conmigo —terminó casi en un susurro.
Hikari parpadeó repetidas veces.
—No puedo.
—Disculpa —saltó del banco, moviendo los brazos de un lado a otro—, claro que no querrías.
—No quise decir eso, estaba pensando que de verdad no puedo, trabajo en el museo, sería casi un fraude. —Ladeó la cabeza, su mano izquierda se encontraba peligrosamente cerca de la de Kouichi, las uñas pintadas de amarillo se volvieron doradas con la luz del sol—. Pero te puedo enseñar algunas cosas, ¿qué es lo que quieres hacer?
Kouichi se sintió abochornado, por adelantarse a los hechos y por la proximidad de Hikari. Tragó pesado, aunque de inmediato volvió a su serenidad propia.
—Pintar algunos cuadros y luego tomar fotografías similares a las pinturas. En casa tengo colgado un viejo dibujo de una bici roja, llena de lodo, tirada en una lujosa calle de Tokio. El otro día encontré una casi idéntica, cuando iba por un café. Era vieja, sin lodo, roja. Fue una graciosa coincidencia. —Entonces rio.
Hikari estaba aprendiendo que su amigo no reía mucho en voz alta. Cuando lo hacía, sin embargo, se le formaba un diminuto hoyuelo en la mejilla derecha. Kouichi era de esas personas que agradecen a los demás todo el tiempo, pero pocas veces lo hacían consigo mismos. El pensamiento le hizo ponerse seria.
—Considero que es una idea bellísima, Kimura Kouichi.
—¿Lo crees? —El contorno de sus ojos rezumaban alegría mientras hablaba—. Por cierto, Hikari, hay algo que no me ha dejado tranquilo desde hace un tiempo. La primera vez que nos íbamos a conocer, me citaste en un acuario.
Esperó a que ella recordara.
—Nunca he ido a un acuario. —Hikari dibujó una sonrisa nerviosa, acompañada de un liviano sonrojo manchando sus mejillas—. Ya que tenía la oportunidad, pensé que no era mala idea aprovechar el viaje para ir con alguien, iba a ser un desconocido, sí, pero no estaría sola.
En lo que llevaba de conocerla, probablemente jamás la había escuchado tan lejana, triste y… Etérea.
—¿Querías ver el túnel de mantarrayas?
Ella abrió los ojos.
—No, quería ver un pez globo. Me gustan mucho.
Un clic tronó en algún rincón de su mente, hurgando entre los escombros del pasado el inicio de un hilo escapándose con la astucia de un gato.
—Sí, lo sabía —dijo antes de saber lo que decía y por qué. Tenía, a pesar de todo, la certeza de que conocía de antemano el amor de Hikari por aquellos peces. —¿Quieres ir a conocerlos?
Hikari encendió su sombrilla.
—Vamos.
. . .
Julio arribó y con él, el final de una espiral que Kouichi presentía. Contaba con pruebas que fácilmente se podían hacer pasar por coincidencias, aristas que para él concebían suficiente peso para pensar sobre Hikari como lo hacía. No dijo nada. El último porcentaje que le hacía falta para estar absolutamente seguro, continuaba asentado sobre su lado lógico.
—Es magnífico, Kouichi. El gato en la luna es mi favorito, ¿cómo encontraste a ese gato?
—Se le llama efecto óptico —aclaró Kouji.
—¡No lo arruines! —Takuya Kanbara gritó cerca de su oído—. El gato en la luna es el mejor.
—En mi vecindario hay un gato blanco que siempre sube al edificio de enfrente, ¿quieres conocerlo, Takuya?
La pregunta, aunque pueril, hizo que sus amigos rieran a costa de Takuya. Izumi parecía disfrutarlo con creces.
—A mí sí me gustaría conocerlo, ha sido el cuadro favorito de muchos. —Hikari apareció de la nada, interrumpiendo gentilmente la charla.
Las presentaciones debidas se hicieron. Ella parecía ansiosa, tal vez quería hablar con él en privado. Kouichi se despidió de sus amigos cuando Junpei iba llegando, alcanzó a ver el guiño que este le lanzaba.
—Pero mi favorito, personalmente, es este —retomó Hikari, el frufrú de su vestido azul se detuvo frente a una pintura desamparada en la entrada del museo.
Aquella había sido la imagen principal aparecida en los panfletos de promoción. Un florero albergaba un ramillete de tallos luminosos que, en lugar de flores, sostenían estrellas apagadas. Dentro de las estrellas, se podían observar siluetas de contornos blancos; como si fueran vistas a través de cualquier cortina cerrada, íntima; que dibujaban, escribían, cantaban, bailaban.
—¿Aunque también adores a los gatos?
Hikari nunca lo había confesado abiertamente. De nuevo, solo lo sabía.
—Incluso así, sigue siendo mi predilecto.
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Concluida la exposición, con un éxito que para Kouichi todavía pasaba desapercibido, una borrasca los sorprendió. Hikari le invitó a su departamento, quedaba más cerca. La sugerencia carecía de terceras intenciones, claro, pero Kouichi no podía alejar de sí la sensación de nerviosismo hormigueando en su estómago durante el viaje. Había algo más; expectativa. ¿Ella deseaba mostrarle algo?
Hikari le tendió una toalla junto a una humeante taza de chocolate caliente. Su departamento no tenía muchos muebles, cosa que no se volvía ningún impedimento para que se sintiera acogedor, preparado para recibir cualquier visita a cualquier hora.
—¿Quieres hacer algo antes de ir a descansar?
—Ya es tarde, deberíamos dormir.
—Tienes razón.
Un ruido seco se escuchó en el balcón. Ella, acostumbrada, abrió la ventana. Un gato gris apareció en la sala, mojado. Hikari lo tomó en sus brazos.
—¿Es tuyo?
—No, viene aquí a menudo, por comida, o a jugar y en ocasiones a dormir por la noche.
—En mi edificio no se permiten las mascotas —dijo. Se acercó a ella con ademán exhausto—. Si no es tuyo, debe tener muchos nombres.
—Yo le llamo Catsby.
—Catsby, ¿cómo se te ocurrió?
Tan pronto expresó él, la chica se quedó viendo un punto fijo en el suelo, el gato abandonó sus brazos, buscando el plato de comida que siempre estaba lleno.
—Su nombre me besó en la noche.
La luz de la habitación de repente pareció insuficiente, mortecina en el espacio que ocupaba Hikari. Las luces de los faroles en la calle tatuaban figuras en la alfombra y la lluvia, detrás de Hikari, parecía regar chispas de luz.
Luces y sombras jugaban en ese preciso instante.
—Tú eres Hikari.
Ya no tenía ninguna duda. Era ella.
Hikari le devolvió la mirada, sus ojos rojos sonrieron con una lentitud dolorosa. Familiar.
—Lo descubriste. —Llevó sus manos detrás de su espalda.
—Creía que lo estaba imaginando, que eran simples fantasías… —Kouichi se deshizo en el sofá, revolvía su cabello, pensando—. No sé por qué me tomó tanto tiempo.
La lluvia continuaba repicando afuera, su ritmo mesurado aliviaba los pensamientos inflamados del muchacho.
—Eso, quizá, fue mi culpa —apuntó. La tela del vestido lo rozó cuando pasó a su lado—. Creo que sin buscarlo, bloquee algunos de tus recuerdos. Mi deseo por permanecer escondida creció tanto, que perdí la soga en algún momento. Pero cambié de opinión.
La garganta de Kouichi encerró la pregunta, temía hacerla. En cambio, izó otra que le resultaba apremiante.
—¡Takeru! Si estás aquí, le hará muy feliz saberlo, ¿lo puedo llamar?
—No está listo todavía.
Tenía muchas objeciones que hacer, aunque en el fondo estaba de acuerdo, el desgaste mental lo dejó sin ganas de ponerse a debatir consigo mismo.
—Bien, ahora escúchame. —Tomó la mano de Kouichi—. Quiero que le digas esto a Takeru, cuando lo juzgues adecuado: a partir de hoy, en tres años, me encontraré con él en el bar del hotel M.
El último rescoldo de aquella noche que él recordaría, fue el tacto de Hikari dejando una impronta sobre su mano. No era una piel tersa como habría imaginado, sus yemas tenían un toque rasposo que le contaban de un trabajo arduo y dedicado. Tenía que contárselo a Takeru.
Al día siguiente despertó en su propio departamento. Hikari no había dicho nada acerca de no volver a verse, era una de esas cosas que no se necesitan expresar porque quedan de manifiesto en el aire, al igual que un lucero colgando del cielo. Por la tarde, Kouichi recibiría la última gota de ensueño que lo había acompañado esos meses; uno de sus cuadros había sido vendido, a un precio mucho más alto de lo que él consideraba adecuado, el de las estrellas apagadas. El comprador aparecía bajo el apodo de Tailmon.
Respaldado por la persona extraña que había invertido en él y la fama de su exposición, a partir de la cual su nombre pasó de rumor en rumor, en seis meses tenía un estudio propio. Y en siete meses, Takeru volvió.
. . .
Devolvió la carta, con cuidado, a su sobre. Un golpecito se escuchó en la madera de su puerta. Sonrió con anticipación. Ni siquiera le estaba dando tiempo para apaciguar su rompecabezas.
Kouichi asomó la cabeza, ojos muy abiertos y cabello muy corto.
—¿Y?
Takeru le hizo un gesto para que se sentara con él en la cama.
—¿Qué quieres que responda?
—No lo sé. —Encogió los hombros.
—A partir de hoy, en tres años, me encontraré con él —repitió—, ¿cuándo fue eso?
—Julio once.
—Es mañana. —Dejó salir una risa diminuta—. Es tan tú que me digas todo a la hora.
—¿Irás?
—Sí.
Kouichi suavizó el gesto preocupado, se tiró a la cama y empezó a contarle más cosas que en la carta había olvidado agregar.
Takeru lo observó. Lo ojos de Kouichi, de un azul más oscuro que los suyos, le recordaban a las luces de una estrella apagada que no quiere ser vista demasiado. Siempre lo habían hecho. Kouichi solía cubrirlo con un montón de remansos de luz, puros, cuando no entendía los entresijos complicados.
Kouichi, cuando quería, también era imposible.
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Salió temprano de casa. Necesitaba despejar su sopor antes de encontrarse cara a cara con ella. Así que fue hasta la estación más cercana y viajó en el metro sin rumbo fijo. Le gustaba hacerlo cuando estaba a punto de enfrentar algo monstruoso. Aunque en ese caso, no estaba a punto de enfrentar un ente ni remotamente monstruoso.
Por otro lado, sí era algo que no comprendía. De hecho, quizá nunca la había entendido, desde años atrás, la primera vez que escribió de ella y su nombre —Hikari— lo besó una noche de insomnio a los veintiún años. Concibió entonces su primera novela, su primer rechazó guardado en un cajón por años. La segunda novela publicada luego de su regreso de Francia.
El hotel M estaba cerca del museo donde ella trabajaba. Se preguntó si aún estaría ahí. El hombre en el recibidor le indicó la entrada al bar, «la puerta del fondo, a la derecha». Sus pasos chocaban en el piso de mármol con la misma fuerza de sus latidos.
No le costó encontrarla. Estaba sentada en la barra, rodeada de murmullos, con su cabello corto tocándole el cuello. Vestía los mismos colores suaves que Kouichi le había retratado.
—Es un lugar muy austero —dijo a modo de saludo. Ella alzó la vista. Esos ojos rojos los había imaginado tantas veces.
—Me agrada.
Se quedaron así por un rato, viendo a través del otro, asimilando, tal vez, la idea que se habían hecho de cada uno. Era curioso que dos personas que se conocían tanto, nunca se hubiesen encontrado antes. Magia.
—Supongo que tendrás muchas preguntas que hacerme. ¿Quieres tomar algo?
—Lo mismo que tú —apresuró a decir. Agregó de inmediato, sin importarle mucho lo abrupto que estaba siendo—: ¿cómo escapaste del libro? Quiero decir, estás viva, aquí, conmigo.
—Yo no escapé, tú me dejaste salir. —La expresión de Hikari delataba genuino desconcierto—. ¿No lo recuerdas, el final? Yo me marcho, sin que nadie sepa a dónde, con mi maleta mal cerrada y una estrella…
—En el firmamento —completó él, sumido en la emoción.
—Me brindaste la opción de escapar al lugar que yo anhelara.
—Imagino que has tenido dificultades. —Sonrió en su dirección, Hikari apartó la vista—. ¿Eres feliz?
—Kouichi —el nombre salió suave y natural de su boca, Takeru estuvo a punto de reclamar la cercanía endulzando su voz— debió notarlo. Al principio, lo único que tenía eran las palabras que tú me obsequiaste, no podía alterarlas demasiado. Con el paso del tiempo aprendí otras, muchas. Comprendí por qué tú te sientes libre con las palabras cuando las juntas a tu antojo. Soy feliz, con las cosas que han aparecido por mi cuenta y las que conservo de ti.
—Con eso es suficiente. Me pone contento que seas la chica extraordinaria que imaginé, pero mucho más real de lo que yo nunca pude haber plasmado sobre una hoja en blanco, Hikari.
Ella le transmitió un profundo agradecimiento desde el fondo de su alma. Esperaba que él lograra sentirlo antes de que se despidieran.
Takeru sintió el sabor del adiós definitivo, no quería acercarse. En ese momento, Hikari dejó de ser la luz de una estrella apagada, como los ojos de Kouichi. Yagami Hikari era real, humana, rezumaba energía y hacía una vida en la misma ciudad que él.
Se despidió del cuento que un día le había indicado a dónde ir, a cambio conoció su verdadero nombre, uno que se escaparía cada tanto de sus memorias para hacerle saber que en el mundo, la magia está libre.
*Luego agrego las notas.
No es una historia muy original, pero va con muchísimo cariño para la cumpleañera.
¡Angelique! Siento que alargué demasiado la historia jiaiaoaahs, en fin. Espero que te alegre un poquito. Gracias por las conversaciones, por estar ahí, por las risas (que nunca deben faltar), gracias por todo, de verdad, mereces mucho más pero es lo que tengo (?). ¡Feliz cumpleaños!