Todos debían estarse burlando de su actual comportamiento. Una vez, antes de que recapacitase sobre su ignorancia hacia la verdadera lealtad, Afrodita fue un guerrero orgulloso de su fuerza con ideales de superioridad e inferioridad; un auténtico traidor creyente de que el Kyōkō impostor podría mantener la paz en el santuario mediante blasfemias. El primer error de tantos cometidos.
Sí, Athena les había otorgado el perdón junto con una resurrección indigna para los caballeros, todo con la condición de que no echarían de lado sus puestos en el santuario. Nunca se sintió tan humillado en su vida. A diferencia de él, sus compañeros retomaron por completo sus antiguas vidas, salían de paseo en algunas ocasiones hacia la Aldea de Rodorio y también se montaban unas fiestas estruendosas que le quitaban el cielo durante extensas horas de la madrugada.
Y Camus… bueno, él continuaba tan normal como de costumbre. Conservaba su comportamiento racionalmente lógico y ese control de sus acciones también permanecía intacto; ni siquiera morir y volver a vivir había cambiado el más mínimo detalle de su ardua personalidad. Afrodita no era nadie para juzgarlo.
– ¿Estás bien? Tienes pésima expresión.
No estoy nada bien, quiso responder.
– Estoy de maravilla, Deathmask. –se encogió de hombros.
– Sueles decir esas tonterías cuando piensas en Camus.
Oh, había perdido hasta la credibilidad como ser humano de mantener sus pensamientos en el anonimato. Era imposible ocultarle algo a Deathmask.
– Puedes tomártelo como quieras, no es por hacerte sentir mal, pero tú y Camus jamás pondrán estar juntos. Ni siquiera él permitiría que lucharan codo a codo para proteger a Athena, y eso es decir muchísimo. Dudo que una persona tan superior, como supuestamente dice que es, pueda querer algo más que a sí mismo.
Deathmask era despiadado y cínico a cada instante de su vida, no solo en las batallas donde alardeaba de ser superior a los débiles; estaba acostumbrado a escuchar cada una de sus opiniones sin emitir queja alguna. Afrodita era lo suficientemente orgulloso para quitárselo de encima con unas cuantas palabras, pero prefería no hacerlo para evitar la soledad que lo abrumaba.
– Te equivocas al pensar que quiero tener una relación con él. Es mi vecino, las ocasiones en la que hemos intercambiado palabras son contadas y casi siempre acabo haciendo el ridículo mientras que Camus alza el mentón para burlarse silenciosamente de mis desdichas.
– Eres un idiota si gustas de ese idiota.
Para su dicha, el anochecer envolvió el firmamento pocos minutos antes de que Deathmask abandonara el duodécimo templo alegando que tenía mejores cosas que atender en lugar de escucharlo parlotear sobre el onceavo caballero. Las estrellas resplandecían presuntuosas otorgándole el sosiego que no sentía desde el instante en que cruzó por última vez palabras con su peculiar vecino.
Recordar no era la mejor manera de pasar la noche, pero aun así lo hizo.
– ¿Camus? –había preguntado al entrar al onceavo templo–. ¿Estás por aquí?
– ¿Qué quieres, Afrodita? –respondió Camus de manera cortante.
Inquirirle la razón de su comportamiento era un caso perdido, esmerarse en mantener una conversación decente también era trabajo complicado. Afrodita se humedeció los labios intentando procesar lo que diría. Bueno, realmente no tenía idea sobre qué decir porque su idea principal fue aparecerse en su templo de manera casual. Su plan estaba fallando en todos los sentidos.
– Nada en especial. Pasaba por aquí rumbo a Rodorio, y se me ocurrió la idea de invitarte a comer por ahí. Sé que prefieres el peculiar clima gélido de tu hogar en lugar de pasear en un sitio que probablemente no es de tu interés, pero quería intentar sacarte de aquí por lo menos una hora.
– Agradezco tu invitación, pero estoy ocupado en este momento. Será en otro momento. Puedes continuar tu recorrido en solitario.
Afrodita se había quedado en silencio; no se daría por vencido tan fácilmente.
– Bueno, no tiene que ser una hora. Y la verdad no me hace demasiada gracia caminar solo por Rodorio a primera hora de la mañana; nunca me ha gustado.
Actualmente solo le entraban ganas de regresar al pasado, encontrar a su yo de ese momento y meterle un puñetazo tan fuerte que lo mandara directo al Hades. Lástima que no existían máquinas del tiempo para cumplir con su cometido.
– No creo necesario denegar tu invitación por segunda vez, ¿me equivoco?
Sus mejillas enrojecieron por la reciente humillación.
– En lo absoluto. –a pesar de estar destrozado levantó el mentón para observarle orgullosamente el rostro, deleitándose con la frívola expresión que él mantenía en todo momento. Ese hombre no conocía nada sobre la empatía–. Buen día, Camus.
Y Camus no se dignó a responder.
Entonces, destrozando la poca paz interior que le quedaba, Camus salió del templo para posteriormente apoyarse en una columna a vislumbrar el cielo con bastante interés. Se veía tan despejado que Afrodita incluso sintió ganas de desvanecerse para no incomodarlo como la última vez que se encontraron. Aproximarse para entablar una conversación no era una opción; no estaba entre sus planes desequilibrar el sosiego que pocas veces envolvía a su compañero de armas.
– Todo acabará algún día –musitó observándolo–, y entonces seremos felices.
Mirar desde lejos era lo único que haría de ahora en adelante.
– Ah, incluso mirarlo es patético. En cualquier momento volteará para fijar esos gélidos ojos azules sobre mí y manifestará sin palabras toda la repugnancia que siente hacia mi existencia. –continuó mascullando.
Dicho y hecho, Camus volvió la cabeza hacia su compañero de armas y asentó aquella impetuosa mirada sobre él, pero no exteriorizó ninguna emoción que pudiese comprometerlo. Afrodita apretó los puños para maldecirlo mentalmente; había sido humillado con tan solo una mirada de eterna indiferencia.
– Buenas noches, Afrodita. –saludó con frialdad.
No pierde momento de demostrar su caballerosidad, pensó. En otra circunstancia habría recurrido a ignorar su cortesía, pero recurrir a la ley del hielo tan solo confirmaría que se hallaba enfadado por un acontecimiento transcurrido meses atrás. Demostrar infantilidad no era la solución a sus problemas.
– Buenas noches. –contestó de la misma manera.
Y entró a su templo dejando a Camus, sorprendentemente, con la palabra en la boca, causándole entera satisfacción al duodécimo caballero. Lástima que no era satisfacción suficiente para desconectar sus pensamientos.
En el Muro de los Lamentos, cuando se hallaban retando el poder de un dios para abrirles paso a los santos de bronce, Afrodita había pensado un millón de veces sobre el futuro que le depararía a sus compañeros. Solo tuvo oportunidad de otorgarle un sabio consejo a Shun antes de desvanecerse al proyectar toda su energía para derribar aquel obstáculo. Nunca tuvo oportunidad de dedicarle un último saludo a Camus antes de sentir la oscuridad envolverlo nuevamente.
– Decírselo ahora no cambiaría absolutamente nada. Camus se burlaría de mí.
Afrodita debía conformarse con mirar desde lejos; era su castigo por todos sus errores del pasado.