Último capítulo, corazones.
Hacia mucho que no escribía, entre bloqueos y otras situaciones. Esta improvisación de momento me ha ayudado a empezar a soltarme de nuevo frente al teclado, esperando continuar puliéndome y mejorando (que mucha falta me hace) en algo que me encanta. Estoy muy agradecida por ello y por el tiempo que se tomaron todos los que leyeron y quienes me dejaron su opinión en algún momento.
Un abrazo a distancia, bellas personas amantes de este maravilloso mundo en caricatura y de todos los geniales personajes creados por el pana Craig. Dios lo bendiga (a él y a ustedes también).
Lean.
"Gerald y Helga"
Capítulo VIII
"La choza de cacao" enmudeció y el acto comenzó. Esa noche solo eran "Gerald y Geraldine", ataviados en trajes de gala parisinos, despampanantes, tomados del brazo como una envidiable pareja de la alta alcurnia. El vestido sobre la rubia fue su perdición. Cada par de ojos masculinos la devoraban, ahogando gemidos y seguro había algún asqueroso pervertido tocándose allí mismo. Molten no permitía el licor, ¿pero sí aquellas ropas para la locura?
Cerró las manos en puños contra la madera de la mesa, las uñas marcaron en la palma pese a tenerlas cortitas. Tuvo que reprimir las terribles ganas de subir al escenario y embutir a la muchacha en un disfraz de cartón de leche.
"Ignora, Arnold. Ignora a todos, menos a ella. Mírala a ella. Cristo Jesús".
De acuerdo. Mientras su amigo no cantase Versace on the floor, quizá podría soportarlo. Quizá.
Gerald debía inclinar el cuerpo para alcanzar su oreja. Helga apartó su pelo a un lado, aceptando el susurro de aquel hombre alto, fornido y bien parecido.
Arnold tomó la gaseosa para un sorbo, buscando apagar el fuego en su estómago. Mas solo apretó la botella, y el vidrio de la misma se resquebrajó al brusco tacto.
—Maldita sea.
—Debiste ir a los ensayos — le murmuró Phoebe. Ella tenía la vista fija en cada movimiento de Gerald, tanto como Arnold no quitaba sus ojos de Helga. — ¡Nada! ¡Esto es…! — lloró, tapándose el rostro.
Arnold la miró preocupado.
—Phoebe, tranquila — apoyó una mano en su hombro. Debió imaginar que para ella, era una situación igual de difícil e indigerible. Los celos debían estarla rompiendo por dentro y haciéndola mierda, tal como a él.
—No pasa nada. Lo sé. Los vi, hablamos y sé que no pasa nada. ¡Pero mira! Hay tanta química que… ¿No te hace querer que de verdad estén…?
—¿ACASO ESTÁS LOCA? — gritó, levantándose tan rápido que la silla calló estrepitosamente hacia atrás. Todos los miraron, ceñudos. Incluso los actores detuvieron el show; Gerald observándolos con ambas cejas alzadas y Helga como queriendo ahorcarlos, con un alambre de púas, para después desmembrarlos poco a poco, parte por parte.
Phoebe se tapaba la boca con una mano. Los espasmos en sus hombros eran evidencia de la histérica risa contenida.
—¡Muérete, Shortman! – alguien gritó.
—Lo siento, yo…
—¡Siéntate, Arnold! — ordenó Rhonda.
Él pegó la barbilla al pecho, muerto de pena, y quiso encogerse y meterse a vivir para siempre en su diminuta gorra.
—¡No vuelvas a hacer eso! — cuchicheó hacía la chica. Ella rió con soltura, moviendo sus manos.
Phoebe Heyerdahl era peligrosa. Y no parecía, ser peligrosa, digo. Y eso era aún más peligroso, si pueden comprender.
La voz de Gerald, profunda, se elevó por toda la estancia. El diálogo; cortejo, traición e inseguridades, coqueteo y hasta roces, sutiles, pero de cierta forma, eróticos. Toques de manos y dedos que decían mucho con poco. Dejar a la imaginación, causaba incluso un mejor placer al público.
—Entonces, mi hermosa, amada, deseada y terrible Geraldine… ¿Me acompañarás? — Gerald depositó un beso en el dorso de la mano diestra de Helga, galante, fuerte y seguro. Ella no quedó atrás. Movió sus pestañas, se irguió, delineó los labios del moreno con uno de sus dedos y siguió con la barba al ras en forma de candado.
Algo ennegreció dentro de Arnold. Celos. Malditos celos y esa inexplicable sensación de posesión y de querer matar, a Gerald, específicamente.
—A donde sea, querido – sonrió Helga.
"Que me parta un puto rayo"-. Pensó, cerrando las manos sobre sus rodillas. Se clavó los dedos y se hizo daño en las articulaciones.
—Entonces… — Gerald se sentó en el piano dispuesto a un lado. Confiado y pretencioso, sonrió al público. Suspiros y chillidos llenaron el salón, mas el moreno, ansioso, sólo ubicó su mesa y miró a Phoebe fijamente. Guiñó un ojo, cómplice y travieso.
—Allí van — susurró la pelinegra, con una nota de emoción que estuvo por contagiarlo, casi olvidando los celos.
Su amigo sabía lo que hacía, qué más, debía admitirlo. Y Helga también, sí que sabía, si su intención era volverlo loco. Tenían al público en sus manos y hasta a los profesores anonadados.
Gerald tocó las notas de una melodía desconocida. No citaba el deseo de querer despojar a la chica del vestido, pero, carajo, la letra le puso los pelos de punta igual.
Cantaron, sí. Y recitaron con ritmo también, continuando el diálogo, y después volvieron a cantar, completamente sincronizados.
Fue adorable. Seductor. Maduro. Romántico. Había lágrimas en el rostro de Helga e ilusión en el de Gerald, quien no dejaba de mirar a Phoebe cada tanto, dedicándole cada palabra, cada estrofa, cada nota, incluidos los espacios y las pausas momentáneas.
Helga se perdía en el relato, profesional y bella. Y no importaba que no lo mirase, que lo evitase e incluso que lo odiase. Él la absorbió, entera. La tomó como suya aún si no tenía derecho a tal maravilla. Pero lo hizo. Ya. Hecho.
El público ovacionó de pie, silbidos, gritos, declaraciones de amor y hasta un sostén fue lanzado hacía la cabeza de Gerald. Helga, perdiendo todo glamour y toda elegancia antes instaurada en su presentación, casi saltó sobre la chica, alegando que el peludo ya tenía dueña y aunque seguramente la mayoría pensaría que se trataba de ella, Arnold suspiró aliviado al por fin digerir la única verdad posible; Gerald no apartó sus ojos de Phoebe y viceversa.
Aunque la indigestión persistía, haciendo que apretase sus nalgas cada tanto.
Observó a la rubia, embobado. Preso de su imagen y fantaseando un millón de aventuras junto a ella. Quizá allá, en San Lorenzo, vestidos como Tarzán y Jane, columpiándose en lianas y besuqueándose en las copas de los árboles. Y la llenaría de regalos, útiles e inútiles; pero tantos, tantos regalos, que en un punto no sabría ni donde meterlos. Y habría citas y comida chatarra. Películas, juegos y miles de anécdotas para el recuerdo.
Ella lo miró, sintiéndolo, quizá, y él quiso reclamarle los tres besos que le debía. Y otros muchos más.
Unos agudos gritos junto a su cabeza le golpearon los tímpanos y cortaron la maravillosa conexión con Helga. Lila, Rhonda y Sheena estaban junto a él, en un estado de exaltación propio para alarmarse. Todas miraban a...
—¡Ah, bueno! — rió nerviosamente.
Gerald era una enorme figura; podría fácilmente ser elegido como el próximo Michael Jordan para un remake de Space James. Y Phoebe era pequeña, menudita y tierna, tal cual una caricatura anime. Para besarse, hozaron abrazarse con más que brazos. El moreno cargó a su chica y manos en glúteos, ella lo envolvió con sus piernas.
El pobre profesor Finnigan, quien le hacía recordar muchísimo al profesor Simmons, trataba de calmar el tumulto desde que vio el primer brassier volar por los aires. La profesora Evans, delgadita como un huesito, pero respetada y hasta temida por todos en la preparatoria, fue quien impuso el orden a la horda desaforada de adolescentes alborotados.
—¡HASTA AQUÍ LLEGARÁ ESTE ESPACIO, SI NO OBEDECEN DE INMEDIATO! — Gritó. Todos guardaron silencio. — Muy bien. Por esta noche, ¡se terminó! ¡Vayan directo a sus casas, jóvenes, si no tienen nada educativo y saludable que hacer!
Eso de "educativo y saludable" podría interpretarse de muchas formas.
—¡El sexo es educativo y saludable, profesora! — ahí lo tienen.
—¡Señor Flitwik!
Todos salieron a la carrera. Phoebe y Gerald se perdieron de vista. Envidia.
Helga no estaba por ninguna parte.
—Bien, Arnold. Todo irá bien — se dijo. — Tú eres el ciego optimista y sabes qué hacer. Todo irá bien.
E ideó un plan que nunca llegó a aplicar. Porque el lunes todos hablaban de "Gerald y Geraldine", las fanáticas del Ship insultaban a Phoebe y quiénes no eran parte de esa ridiculez, fantaseaban con su oportunidad.
Chicos con Helga. Chicas con Gerald. Y chicos con él y chicas con ella, también.
Una locura y él no reprimió el fuego en sus venas.
Barrió los pasillos como un lunático hasta verla entrando en la cafetería. Genial. Los lunes servían café descafeinado y daban un platito de frutas gratis para despertar las neuronas. La cafetería, bien.
Y su plan al carajo.
—¡HELGA! — el sonido de un grillo fue lo único a continuación; Nadine tenía al animalito sobre un trozo de sandía.
Helga de pie. No muy lejos pero tampoco tan cerca… y todos viendo, estupefactos.
Y Harold, ¿dónde estaba Harold? Lo buscó, allí estaba, no muy lejos también y en una mesa con muy buena posición y excelente acústica. Gracias, Jesús.
—No puedo aclararme más porque entonces no… yo… — se acercó a ella. ¿Estaba temblando? Quería pedirle perdón por exponerla de esa forma, desposeerla de la careta frente a todos en la escuela.
Era su egoísmo puro y querer precisarlo, con puntos y comas, a cada ser viviente dentro y fuera de esas paredes.
Permítanle ser así, por favor, al menos una vez. Egoísta y pensar en él.
—¡Quiero estar contigo, conocerte y que me conozcas! Porque debes tener claro que tú también desconoces muchas cosas de mí. Y si no abres la boca ya mismo, o mínimo me golpeas aquí… — abrió los brazos, podría patearlo dónde quisiera — voy a reclamarte lo que me debes.
—¿Q… Qué? — afónica, con la piel chinita y los ojos llorosos. Acorralada.
No era justo. Pero lo haría. Egoísta y medio por una vez, joder.
—Helga… — acortó la distancia — no estoy bromeando. — susurró. — Por favor.
Ella parpadeó, agitada. Buscó algo, o a alguien más bien, con la mirada. Phoebe estaba tras de Arnold, él no viró. Y ni aunque la tuviese al frente, con dos cabezas o pelos de serpiente, podría hacerlo. No, sacrilegio. No debía, no podía ni quería desviarse de Helga G. Pataki.
Lila podría llegar desnuda, cantándole una de Mariah Carey y lanzando pétalos de flores sobre su cabeza, y él no apartaría sus ojos de ella. Curly podría irrumpir en el sitio, cabalgando un puma y dando alaridos de hiena disfónica, y él tampoco desviaría sus ojos. Ni meteoritos, ni alacranes, ni payasos de circo, ni Dino Spumoni vestido de mujer, ni el hombre paloma criando gaviotas.
Él cinceló sus facciones, sin vergüenza, creyéndose con todo el derecho tras haberla reclamado como suya en "La Choza de cacao". Su piel escarlata, arrebolada y hermosa… su boca rosada sonrió y sus ojos azules, centelleando cual lamparones en medio de la noche, por fin lo atendieron.
Arnold, embelesado, quiso saber la razón de esa sonrisa, porque si pretendía golpearlo, él debía ser más rápido y atraparle los labios.
—Está bien, Arnold — susurró, total, completa, absoluta e indudablemente abochornada, tímida y genuina. Ella siendo ella, como aquella chiquilla extraña tras los botes de basura en callejones solitarios, la de vestido y moño rosa, dos coletas y una sola ceja.
—¡BIEN! — gritó cual general del ejército, serio, intenso y con las pupilas increíblemente dilatadas. En su pecho un animal pareció rugir y ronronear al mismo tiempo, triunfante como un guerrero e ilusionado como un niño pequeño.
Helga saltó, asustada.
—¿Pero qué mosca te picó, cabe…? — solo su pulgar bastó para callarla. Delineó su boca, prestando cuidado a cada detalle, cada pliegue. La sensación del protector labial y hasta el olor a canela que le dejó la goma de mascar.
Se le hizo agua la boca y todo continuaba en extremo silencio, salvo por el bicho de Nadine.
—Bien, Helga. — sonrió, ella se estremeció como una hoja al viento y él amó poder sentirlo. — Bien — le abrió los labios y se adueñó de ellos.
Y antes de perderse en aquellas tórridas e idílicas sensaciones -pero tanto que, Cristo, hasta creyó incluso sufrir un poquito- prestó atención. Ojos cerrados y oídos preparados.
Porque saben, Helga tenía un pregonero particular. Y es que Harold tenía un especial interés en gritar a pleno pulmón cualquier cosa de la chica, vaya a saber Dios por qué, igual.
—¡JÁ! ¡ARNOLD Y HELGA! — y dio los cinco con alguien, porque ninguna vieja Betsy fue a sacarle el aire.
Arnold sonrió contra el beso, disfrutando, relajando sus músculos, su mente y su pecho, apretando sus manos en torno a sus caderas y absorbiendo su aroma además de su boca. Reclamando y dejándolo para todos, suficientemente claro.
Estaba en la cima del puto mundo y quiso reír.
Harold se paró en la mesa, alocado, y los señaló con ambos brazos.
—¡ARNOLD Y HELGA!
Y eso al rubio sí le sonaba bien. Estupendamente bien.
...
¡Gracias por leer!
...