1557
— ¡Dejad de pelear!
— ¡Aaah!
— ¡Déjame! ¡Suéltame, idiota apestoso!
Veneciano dudaba. Francia siempre había sido bueno con él, tanto que a veces lo llamaba Hermano Mayor. Pero a Romano no le gustaba en absoluto, y aquella guerra que había causado no obraba en su favor. De modo que cuando Francia trató de llevarse a los dos niños consigo, él se resistió y Francia vio que tendría que usar la fuerza.
Pero entonces dejó caer a los pequeños y soltó un alarido. Algo en su espalda...Dolía...
Se volvió para encontrarse a un demonio que lo miraba enfurecido. No. No era un demonio.
Era España.
Fue difícil reconocerlo, con esa barba que lucía ahora, su rica armadura y, sobre todo, la expresión de su cara.
Francia soltó un gemido mientras su espada lo atravesaba cada vez más profundamente. Sus piernas no pudieron sostenerlo, de modo que cayó. España lo agarró del cuello antes de que tocara el suelo.
— Nunca. Vuelvas a tocarlos. Jamás—croó.
Recuperó su espada y mandó a Francia al suelo de una patada y dejó que agonizara ahí. Alguien lo encontraría tarde o temprano y sobreviviría, por supuesto, él era consciente de ello, pero al menos sentiría dolor y esperaba que la lección le fuera provechosa.
España se volvió entonces hacia los pequeños Italia.
— ¿Os encontráis bien?
Los dos asintieron. Él creyó que aún estaban afectados por lo ocurrido. No sospechó que tenían miedo de él.
España recordaría a Felipe mientras viviera. Se le llamaba El Prudente por una razón. No era amigo de las fiestas y prefería invertir su tiempo diseñando un sistema burocrático con el que tener un mejor control de todas sus posesiones. Pero era un buen hombre. Vaya que si lo era. No le gustaba que la gente lo llamara 'su Majestad', a pesar de que su poder no tenía igual. Nunca se refirió a España por su nombre, sino como Antonio, y no quería que usara con él ningún título. Solo Felipe. Como si fueran familia. Al fin y al cabo eso eran, ¿no?
Felipe combatió en San Quintín, y lo que vio dejó una profunda impresión en él. Le provocó tal repugnancia que le confesó en privado que no quería verse envuelto en ninguna batalla más mientras viviera.
— No os preocupéis, Felipe. Dejadme eso a mí. Yo no puedo morir. Y es mi deber.
Sí, tenía muchas responsabilidades. Cada noche pedía a Dios que le diera fuerzas para soportar la pesada carga que tenía sobre los hombros.
Una carga que parecía hacerse más pesada cuando viajaba a las Américas y visitaba a Inca.
Mientras Pizarro y sus hombres sacaban provecho de las guerras civiles, él e Inca pasaban tiempo juntos. Era una maniobra de distracción, decía Pizarro a sus hombres. Para España, era un alivio. Azteca tenía los ojos fieros pero Inca permanecería en su memoria por su sonrisa dulce. La forma en que se reía cuando España buscaba el abrigo de sus curvas. Su olor, bañada en sudor.
Alrededor de aquellas fechas fue cuando su vientre comenzó a hincharse.
Había alimentado a México cuando era un bebé y estaba encantada de tener sus propios hijos. Muchos emperadores habían tratado de legitimar y consolidar su poder tomándola, pero parecía ser que solo un dios como España podría engendrar de ella. ¿Quién habría pensado que se tratara de la misma nación que sacrificaba niños pequeños?
Ella estaba feliz de tener hijos con su marido, pero él no se sentía igual. No era seguro que fueran sus hijos. Había traducido textos antiguos en su época de Al-Ándalus en los que se hablaba sobre las grandes señoras Grecia y Egipto. Sabía que habían concebido a sus hijos sin ayuda de un varón.
Y resultaba ser la señal de que el fin estaba cerca para ellas.
Y mientras Inca vivía feliz en aquella mentira, España robaba su oro. Visitaba a sus niños para complacerlos con un poco de atención y entonces se llevaba los bienes que habían producido con sus propias manitas, trabajando bajo un sol abrasador. Entonces él se los entregaba a Felipe.
— Necesito más dinero, Antonio.
— No tengo más que ofreceros. Ya os he dado todo cuanto poseo.
— No es suficiente. Hay revueltas, los protestantes atacan de nuevo, y debemos pagar a los soldados.
— Bueno...El siguiente cargamento debería llegar la semana que viene...
Era un tanto gracioso. La nación más poderosa del mundo no tenía dinero para comprarse un simple par de zapatos.
1568
España no pensaba en la ciudad que tenía a su alrededor, a la cual había trasladado Felipe la capital. Pensaba en la niñita que había dejado en aquella isla, a la que había bautizado con un nombre que honraría a su rey: Filipinas. Había visto a la hija de uno de los compositores de la corte y en ese momento decidió que encargaría para ella una réplica del hermoso vestido blanco y rojo que llevaba la niña. Esperaba que con eso le perdonara dejarla sola con tantas tareas. Si todos sus chicos y chicas tenían vestidos bonitos para ponerse los domingos para ir a misa, ¿por qué no ella?
Una vez hubo tomado aquella decisión, dejó entrar otros pensamientos en su cabeza.
— Muy bien, Pedro, ¿qué me estás ocultando?
Su secretario pareció palidecer, y no era un efecto de la luz de la calle. Aquello confirmaba las sospechas de España.
— Hay algo que Felipe no me ha contado y que tú conoces. ¿El qué?
— Bueno...Uh...—balbuceó Pedro.
— No temas. Te estoy preguntando como amigo.
— Veréis, el rey nuestro señor quería solucionar el problema por sí mismo. Vuestra merced se encontraba en América y no quería daros un problema más del que...
— Ve al grano, Pedro, te lo ruego.
— Es...Holanda.
— ¿Qué ocurre con él? ¿Se encuentra bien?
— Sí, sí. Uhm. En realidad...No. Quiero decir...Tiene...ideas absurdas en la cabeza, como...no le gustó en absoluto que el Duque de Alba le mandara pagar impuestos para sufragar los gastos del mantenimiento de vuestras tropas en su territorio. Clama, ejem, que le parece increíble que le hagáis sostener un ejército extranjero. Y que no deberíais forzarlo a asumir vuestras creencias.
— Yo no soy ningún extranjero. Somos familia.
— ¡Por supuesto, claro está, eso mismo se le ha dicho! Pero, eh, sabéis que nunca ha sentido ninguna simpatía por nuestro monarca. No es como su padre. Le interesa mucho más nuestra tierra que la suya y ni siquiera habla flamenco. Si su padre, Dios lo tenga en Su gloria, fue extranjero aquí, él lo es en sus tierras no peninsulares.
— ¿Eso es todo? ¿Por eso está disgustado Holanda? Siempre tuvo mucho carácter...
— No, el problema es la gobernadora Margarita. Ella...uhm...firmó un documento en que se pedía la disolución de la Inquisición en Flandes. Entonces los calvinistas destruyeron algunas iglesias. El Duque de Alba llegó cuando la gobernadora ya había controlado la situación, y no se lo tomaron a bien. Hizo ejecutar a nobles ligados a la causa en nombre del rey, y enfureció a Holanda.
Pedro evitó mirarlo a la cara.
— Quiere la independencia, señor...
España se retorció, pero no a causa de las palabras de Pedro.
— ¡Ey!
Un niñito salió corriendo y España lo persiguió. El chico era joven, parecía conocer bien las calles, pero España tenía la ventaja de haber pasado siglos luchando por su vida. Se abalanzó sobre él y ambos rodaron por el suelo.
— ¡Te tengo!
Le arrebató las joyas que le había robado mientras escuchaba las palabras de Pedro.
— ¡Señor!—su secretario se acercó.
El niño andaba descalzo y estaba muy sucio. No era mayor de diez años, supuso España. Tan famélico, tan miserable. Trató de escapar como un hurón, usando los dientes si era necesario.
No había quien lo salvara de la horca. Muy pocos plebeyos tenían permitido tocar a la nación. Y robarla era buscarse una muerte segura.
Pero España sonrió.
— Necesitas más práctica, pero me has hecho sudar, rapaz. Te lo has ganado.
Ni Pedro ni el chico daba crédito a lo que estaba diciendo. Hasta que España no le dio su collar al chico no se creyeron que no estaba de guasa. El chico se lo quedó mirando bastante intimidado, pero no perdió el tiempo, tomó las joyas y salió corriendo.
— ¿Por qué habéis hecho eso, señor?—preguntó Pedro a España mientras éste se ponía en pie y se sacudía el polvo de la ropa.
— No lo entenderías, amigo—fue su enigmática respuesta.
1571
Veneciano se encogió y soltó un gemido.
— Ssssh, tranquilo. Ya he terminado.
El vientre de Italia estaba cubierto de vendajes que ya se habían teñido de rojo, pero bastaría por el momento. Y sin embargo no podía quejarse. Al menos a él no le habían desollado vivo y habían llenado su piel de paja, como habían hecho a su comandante Bragadino. Los hombres del Otomano eran monstruos.
— Te sentirás mejor mañana, ya lo verás—dijo España a Veneciano, y lo ayudó a tumbarse en la cama.
— Grazie, Spagna...—murmuró Veneciano.
— Va a pagar por esto, te lo prometo. Quiero decir...si dejas que Romano y yo te ayudemos.
Sus jefes los veían como enemigos. Habían tratado de apartar a Veneciano de ellos, llenándole la cabeza de mentiras. Mas ¿quién estaba allí cuando hacían daño al que consideraba su hermano pequeño?
Veneciano probablemente veía las cosas de la misma manera, porque dejó que España le curara las heridas y le dio el afecto de un hermano. Tras encontrar una postura que no le causaba dolor, asintió.
— Gracias...
Una parte de España quería mantenerlo alejado del peligro, pero terminó ganando la que creía que necesitaba hacerse más fuerte y duro, y no había otra forma de conseguirlo que yendo a la guerra. De modo que al día siguiente, cuando las heridas de Italia desaparecieron como por arte de magia, entrenó personalmente al chico para la batalla que estaba por venir. Le daría las herramientas para defenderse a sí mismo. Nadie volvería a hacerle daño.
Veneciano tenía potencia. Después de todo, su voz ya había cambiado, había crecido y ya no era posible confundirlo con una niña. Incluso parecía más mayor que su gemelo Romano (algo que Italia del Sur no le perdonaba).
Pero ahí estaban, todos, cada uno a cargo de un galeote. España no pudo evitar caer en el pecado del orgullo. Sus barcos eran los mejor equipados.
La misa había terminado. España se santiguó y alzó los ojos hacia el cielo. Los vientos habían cambiado de dirección. Aquella era una buena señal de manos de Dios mismo.
Cuando La Real disparó un cañonazo a la Sultana, la batalla dio comienzo.
Extrañó a España no haberse quedado sordo de tanto disparo. Incluso de haber perdido la audición por completo se había sentido completamente satisfecho. Los turcos no empezaron con buen pie. Aquellos que se acercaban demasiado a sus barcos recibían tantas descargas que se hundían o quedaban severamente dañados. Simplemente no podían acercarse. Todos sus tiros eran demasiado altos o fallaban. ¿Lo estaban intentando, siquiera?
La Sultana golpeó a La Real y España y sus hombres los abordaron. Ahí encontró a su enemigo, el Otomano, vestido para la batalla pero aún llevando aquella misteriosa máscara.
España desenvainó su espada y cargó.
— ¡Haz las paces con tu dios!
A su alrededor, Italia no pasaba por un buen momento. Sus almirantes habían caído ante el ataque de los egipcios. Ambos, Veneciano y Romano, lucharon con valor, aun sin líderes, pero sus barcos se estaban hundiendo. Veneciano tuvo que saltar al agua cuando los cañones destruyeron el barco en el que viajaba. Habrían sido aplastados de no ser porque su hazaña inspiró a los cautivos en los barcos egipcios para rebelarse contra sus amos. Consiguieron escapar de las galeras y según las noticias que comenzaron a circular Siroco fue asesinado y la visión de su cabeza en una pica hizo que Egipto huyera a la costa. Romano fue tan testarudo que tomó muchas decisiones que sus jefes nunca habrían aprobado y causaron muchas muertes, pero resultaron en victoria.
En cuanto a España, tuvo que enfrentarse a un gran espadachín. El Otomano lo arrinconó y le hizo varios cortes que le hicieron sangrar como un cerdo. Pero Ali Pasha, su comandante, había recibido un tiro en la cabeza y luego ésta fue cortada y exhibida para que todos vieran que los fieles de Alá habían perdido la batalla. Turquía comenzó a sentirse exhausto y España se aprovechó de ello. Su acero atravesó el pecho de su enemigo y lo empujó hasta clavarlo en la pared más cercana. No estaba muerto. Por desgracia. Pero le escocería durante una buena temporada. Y eso le bastaba. Había lanzado el mensaje.
Sin embargo quedó tan cansado que se derrumbó sobre la cubierta.
— ¡Señor! ¿Os encontráis bien?
Un soldado barbudo lo ayudó a ponerse en pie.
— Unng...Gracias...Yo...
— No temáis, mi señor. La batalla ha terminado. La victoria es nuestra.
— Su mano...
— No importa, señor, vuestra majestad lo tiene mucho peor...
— ¿Cómo os llamáis, soldado?
— Miguel de Cervantes y Saavedra, señor.
— Señor Cervantes, sois un buen hombre.
Sí. No había nada que temer. La victoria era suya. Podía oír a Italia llamándolo, a ambos. Mientras Veneciano se alegraba de que estuviera bien, pudo oír como Romano gritaba: "Oh, vamos, ¡¿no has muerto?!". Dios era bueno con él, después de todo, dando buen pago a sus sacrificios.
A España se le acusado de haberse enriquecido a costa de las colonias, pero lo triste/divertido del asunto es que durante el reinado de Felipe II el país fue a la bancarrota dos veces. Todo el oro y la plata fueron usados para sufragar las campañas militares llevadas a cabo alrededor del mundo. Mientras tanto, la gente pasaba hambre. Este fue el contexto en el que nació la novela picaresca, cuyos protagonistas son ciudadanos de la ralea más baja que tienen que sobrevivir en un mundo corrupto contando únicamente con su ingenio. Algunas novelas icónicas de este género son El buscón de Francisco de Quevedo (cuya vida debería ser llevada al cine), Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán y la más famosa de todas, Lazarillo de Tormes, anónima, lectura obligatoria para los estudiantes de España y aquellos interesados en su historia.
Aquí presento el comienzo de la guerra de independencia de Holanda, que se desarrollará en los capítulos venideros, y Lepanto, una de las victorias más célebres de España. El título es la forma en que lo describió el autor de Don Quijote, que combatió en ella, se refirió a ella como "La más alta ocasión que vieron los siglos". Hablando de escritores españoles con una vida intensa, aquí hay otro hombre de quien deberían hacer una película.