Lo que sucede dos veces está destinado a suceder por tercera vez. Es algo que Faye había aprendido a la mala, por mano propia y en cada fibra de su ser.
Resulta que, como se lo habían estimado todos, Spike había muerto, no por primera o segunda vez, sino que por vez tercera. Como si no le bastaran sus lágrimas (aun cuando no haya formado parte de su pasado y, por lo tanto, de la primera de las tantas veces que se ha decidido a desaparecer) ni el desgarrador dolor que les provoca (le provoca, especialmente a ella, aunque no quiera admitir tal cosa) cada vez que se va sin importarle lo que deje a su paso.
Ella ahora, que ya le ha perdido una vez, no está tan sorprendida. Sin embargo, la ausencia de su desgarbada figura recostada en el sofá de la (especie de) sala le retuerce un poco las tripas. Como si le extrañara, como si su despreciable y misteriosa existencia le resultara algo tan necesario como respirar. Y le duele no tenerlo cerca, mucho más que eso, le duele también el que, aun cuando estaba allí, se sentía todavía más lejos.
Lo supo en cuanto le vio por primera vez, que ese hombre estaba destinado a marcarle la existencia, a borrársela y reescribirla cuantas veces quisiera, sin realmente propónerselo. De todos modos, no retrocedió en sus pasos y le siguió allá donde fuera, solo para tenerlo cada vez más lejos, más inalcanzable, más dentro de su corazón.
Y si se lo preguntan, ella todavía no se arrepiente. No cuando le ve llegar de nuevo, como si todo estuviera tan bien como cuando se fue hace dos años, y se sienta frente a ella y se queda sin decir nada, pero haciéndole compañía todo el tiempo que sea posible para llenar el profundo hueco que le ha dejado. Todo el tiempo sin burlarse de su llanto escandaloso, que ella trata, inútilmente, de ocultar entre sus brazos.