Y entonces, fue que perdimos a Isafo. Y Wolfdaemon no estaba precisamente encantado con nuestra situación. El altercado nos valió por primera vez el dudoso honor de figurar en las numerosas listas de indeseables. Desde aquél día, no se nos admitiría en el Club Nocturno y posiblemente en ninguna otra de las otras grandes centros sociales del ZDWORLD. O, por lo menos, de la Capital, lo que de por sí era mucho decir. ¿Que qué ocurrió después de que saltáramos por la ventana? Pues bien, tal vez no sea difícil adivinar que a las pocas manzanas de correr desaforada e indisimuladamente nos interceptaron los cohetes teledirigidos de un Revenant domesticado al servicio de la Guardia Civil. No habían tardado nada en reportarnos a las autoridades. Los cohetes nos habían tomado totalmente desprevenidos, cuando jadeábamos para recobrar el aliento frente a una pizzería barriobajera. El daño no era tan considerable como la sorpresa y el aturdimiento. Paralizados, rodeados de negro humo y destellos incandescentes que brotaban de lo profundo de nuestros cerebros, fuimos presa fácil de una caterva de marines que nos cercaron y nos sometieron. Con nuestras caras contra el frío metal del vagón, no tuvimos gran aliento para protestar ni exigir respuestas. Yo creí, si a un proceso mental tan opaco se le puede decir creer o pensar, que nos llevarían a la famosa Central 9, donde retenían a miserables bandoleros y revoltosos, pero fue grande mi sorpresa, si es que a una atonía sorda como la que sufrí se le puede llamar sorpresa, cuando nos obligaron a bajar en un oscuro estacionamiento subterráneo para conducirnos luego en un elevador. Un elevador a través del cuál podían escucharse los residuos intensos y las palpitaciones de una música estridente y repetitiva. No me cupo dudo -ahora sí mis facultades mentales iban despojándose de la niebla que las envolvía- de que estábamos de regreso al Club Nocturno. Los marines no se parecían a los policías de los países occidentales. Tenían una educación y una disciplina militar que les exigía una rigidez, una inflexibilidad de frías máquinas. Una misión, un deber como el de conducir a unos presos a su celda, se cometía así, sin inmiscuir fragmentos de su personalidad. Creo que a estas alturas policías americanos o europeos ya nos habrían cubierto con una abundante ración de soeces improperios. Sea como sea, fuimos conducidos a donde nos esperaban varios gandules, unos hombres de traje, y uno que se sentaba tras un gran escritorio, con una botella de whisky, que vestía una especie de chaqueta de mezclilla remangada hasta los codos, exponiendo unos brazos fuertes cubiertos de tatuajes. Lucía una frondosa barba y bigotillo rizado. Junto a él, de pie, mirándome, rencoroso, estaba Isafo. Su actitud me pareció la de un niño que te acusa de una travesura que le dañó directamente. No es de los que temen la represalia. Sabe que, de parte de los directivos está posicionado como un intocable. En su mirada brilla como el signo de una deleitosa venganza. ¿Venganza de qué? ¿de que le vertí una buena tanda de coctéles en la cabeza? Aquí estuvimos cerca de una pendencia. Frente a nosotros, Isafo dio el visto bueno: nos reconocía como los agresores. Se deslindó de toda asociación con nosotros. Los conozco pero porque son trolls en DBZONE. Detalló el caso. Yo ardía de indignación y estuve a punto a contestar, pero Journeyman me apaciguó con una mirada: eso solo agravaría nuestra situación. Así que pusimos cara de niños buenos. Nos fotografiaron. El de la barba nos infirmó que si volvíamos a pasarnos por el Club Nocturno o sus alrededores seríamos llevados directamente a la Central 9. Sin derecho a juicio ni a fianza. Vaya que la hicimos grande. Nos llevaron de vuelta en el vagón, sin dar seña de nuestro destino, hasta la frontera oeste, sugiriéndonos tal vez abandonar la ciudad.

Una vez que estuvimos solos, Freeman comenzó a maldecir a Isafo. Journeyman estaba consternado. Yo, sin embargo, había previsto que aquello pasaría, un día u otro, de una manera u otra. Tal vez Journeyman también. Lo que nos había tomado por sorpresa era la prontitud, el móvil, las circunstancias. Wolfdaemon callaba.

En los días siguientes reemprenderíamos la marcha a través de llanos, montañas y bosques. Trazamos un complicado arco irregular a través de esa tierra de nadie hasta llegar a DBZONE. Nuestro continuo y errante devaneo había logrado desvanecer el desencanto de la traicionera deserción. Deseamos que Isafo lograra lo que tanto se proponía. Escalar en sociedad, o lo que fuera. Lo deseamos hasta la saciedad. Pronto lo habríamos olvidado. A medio camino su ausencia nos había aligerado la marcha, tal como si nos hubiesen librado de un gran peso. Tan solo en Wolfdademon prevalecía un dejo de amargura. Podía reír, trotar y jugar, pero era evidente su fatiga. Preví que no tardaría mucho en abandonarnos, o que, si en el futuro nos separábamos, jamás volveríamos a verlo.

Errábamos por el mapa 03. Nadie llegaba. La noche perenne se cernía sobre nosotros. En el cielo no cesaban de centellear las estrellas, abundantes como un rocío luminoso, como astillas de lumínico cuarzo adheridas a una bóveda de obsidiana. Aquí, allá, en todas partes, los cadáveres de imps, mancubus o sargentos yacían panza arriba destripados, destazados, acribillados, elevando el sahumerio de su eterna podredumbre hacia las vastas lejanías de la estratósfera. No sufrirían durante mucho tiempo la condena de la extinción: en cualquier momento se podría, desde el lobby principal, introducir un comando para llamar a un democrático acuerdo sobre el reset del mapa o… o bien, en un momento dado, cuando los mapas, uno tras otro fuesen completados, cerrando un ciclo, invariablemente, los monstruos obtendrían su añorada resurrección. Si es que en esa nebulosa urdimbre de instintos y automatismos cabe algo que se pueda asemejar a una añoranza más allá de la de descargar sobre nosotros fuego, cohetes o colmillos. Fuese como fuese, el día de resurrección podía encontrarse a horas o días. Mientras tanto, Journeyman y yo reposábamos, sentados en la fuente, recuperando nuestras energías con los health bonus que aparecían constantemente sobre las azules aguas de la pila. Freeman y Wolfdaemon se encontrarían cada uno por su lado, resolviendo el laberinto de la puerta azul, o aquel puzle de las plataformas de colores. El silencio imperante apenas era conmovido por el susurro de las aguas de la fuente y del oleaje de la bahía. En un momento dado, un sonido dentro de nuestros cascos, un campaneo rápido, nos avisó de la llegada de un huésped. Parecía ser que la verdadera diversión apenas comenzaba para nosotros. Un huésped que pronto dejaría de serlo, repelido por nuestras constantes travesuras y el ácido sentido del humor del Jornalero.

Journeyman quería desperezar las extremidades. Casi se había quedado dormido después de limpiar el parque de imps y cacodemons, arrullado por la fuente y el mar. Así que mientras se estiraba perezosamente y yo me ajustaba las botas, el perímetro en el que nos encontrábamos fue atravesado por el que acababa de llegar. Yo no lo reconocí. Sobre su casco había tres siglas carentes de todo significado para mí. Creí que vendría a hablarnos. Journeyman no se había percatado todavía de su presencia. Hasta entonces nos creíamos los únicos sinvergüenzas capaces de encañonar a un colega en una variación cooperativa del juego, donde el supuesto era unir fuerzas, acabar con los demonios y resolver el mapa.

Pero nos equivocábamos. El sujeto nos apuntó y sin previo aviso accionó su chaingun: la boca giratoria del artefacto nos escupió sin cesar el plomo de su entraña. Journeyman saltó de su lugar, rodó por el suelo, apuntó con su escopeta pero el tipo, que era diestro, esquivó los perdigones. Yo estaba ridículamente empapado, hecho un ovillo dentro de la fuente, haciendo un esfuerzo vano por asomarme y disparar… pero la resbaladiza humedad me impedía cualquier intento de atrincherarme con cierta capacidad ofensiva. Fueron el desconocido y Journeyman quienes se enzarzaron en combate. Cuando logré incorporarme de nalgas al agua miré asombrado la destreza con que uno y otro evitaban los ataques del contrario. Pero solo el desconocido acertaba. Journeyman estaba perdiendo. La sangre brotaba de las grietas de su armadura. Pronto se quedaba sin munición. Estaba detrás de un árbol. Calculaba rápidamente el método para lanzarse a la armería y recargar su arma. No podía verlo, pero sabía que estaba sonriendo. Su sonrisa malévola podía sentirse a kilómetros. Su sonrisa era del tamaño de la atmósfera, y la atmósfera contaminaba con su sonrisa.

No tardaría en saber que aquéllas tres siglas carecían absolutamente de significado personal. No se trataba aquí de un Most Valuable Player, sino tan solo de un seco MVP que venía a ser el maestro tutelar, el sensei de Journeyman.