Hace no tanto tiempo como pudiera parecer, las puertas del teatro se abrían antes de cada función y por ellas se agolpaba el público, que luchaba por conseguir los mejores asientos para presenciar las obras de «Valkyrie». El maestro titiritero y sus dos marionetas eran uno de los principales reclamos del lugar y sus actuaciones atraían a cada vez más espectadores.

El teatro era el hogar del titiritero. Allí pasaba sus días ensayando con sus marionetas, creando su atrezzo y pensando en nuevas actuaciones que le llevarían más cerca de su objetivo: alcanzar la «perfección».

El líder de «Valkyrie» sabía que su meta no era más que una quimera para la «humanidad», pero ¿por qué iba a contenerse por unas ataduras que no se le aplicaban? Sus marionetas no estaban malditas con los desperfectos que lastrarían a un ser humano. Eran «perfectas» y él mismo de encargaba de conservarlas con esmero en su estado impoluto. Día tras día, ensayo tras ensayo, actuación tras actuación, el maestro se cercioraba de que sus marionetas permanecían ajenas al paso del tiempo.

Porque las marionetas no tenían por qué cambiar. Para qué, ¿si ya eran «perfectas»?

El tiempo pasó y, a medida que sus obras se acercaban más y más a su ansiada «perfección», el titiritero empezó a notar un cambio en su marioneta más querida. Ya no lucía su encantadora sonrisa y el brillo de sus ojos se había apagado. Parecía estar envuelta de un manto de melancolía.

Imposible, pensó el titiritero. Las marionetas no tenían «sentimientos».

El telón se abrió por última vez y el maestro titiritero pensó que quizás ese día por fin alcanzaría su ansiada «perfección». El vestuario era el apropiado —él mismo lo había diseñado, había seleccionado el material de mejor calidad y lo había cosido con la maña que da la experiencia—, la actuación estaba meticulosamente planeada y sus marionetas permanecían impolutas.

La «perfección» estaba en sus manos.

Sin embargo, un corte en la música acabó con su «ilusión».

El maestro titiritero se quedó paralizado. No tenía previsto nada parecido en su guión. No tenía medios para seguir. Esa obra ya no podría continuar y sus espectadores, por primera vez, se levantarían decepcionados de sus asientos.

«La la la»

Era increíble. Las «marionetas» cobraron «vida» y continuaron la actuación por su cuenta, sin importarles que las manos del titiritero se mantuvieran inmóviles en todo momento. Sus movimientos eran torpes y sus voces desafinaban, pero eventualmente llegaron al final.

Al final de la obra.

Al final de una «farsa».

Al final de la agrupación «Valkyrie» tal y como había sido concebida.

El maestro titiritero al fin abrió los ojos —¿desde cuándo los tenía cerrados?— y, donde él había dejado sus marionetas, encontró un par de seres humanos… Que jamás le ayudarían a alcanzar la «perfección» que tanto se había desvivido por encontrar.

La actuación había sido un absoluto fracaso y el maestro titiritero —no, el «joven»— acababa de perder todo. Su público, sus marionetas, su objetivo en la vida.

Por si fuera poco, ese momento también marcó el inicio de aquello que siempre había temido.

La hora del «cambio».

El joven tendrá que adaptarse a su nueva y recién descubierta «humanidad». Deberá aprender a sentir, a empatizar, a dejar atrás su obsesión por la «perfección».

Eventualmente se dará cuenta de que la «humanidad», con todas sus imperfecciones, esconde un «tesoro» que va «más allá» de su anterior meta. Un «tesoro» que hará que todos los cambios hayan merecido la pena.

Y Shu Itsuki lo encontrará.